Vaya
por delante que como miembro de una sociedad inserta en un Estado de Derecho
ensalzo las bondades de pertenecer a una democracia anclada en un orden
constitucional. De la misma manera me produce rechazo la cerrazón de quienes
rechazan al que piensa diferente u ofrece una alternativa al pensamiento que
pretende imponerse como única instancia de legitimidad. Los fundamentalismos
nunca llevaron a buen puerto a nadie. Nuestra Carta Magna recoge entre sus
derechos fundamentales y por lo tanto merecedores de especial protección nada
más y nada menos que la de libertad religiosa y de culto en su art. 16. Asimismo
el art. 27.3 de nuestra Constitución recoge el derecho de los padres a que sus
hijos «reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus
propias convicciones». La protección constitucional que se despliega ante ambos
derechos permite a la ciudadanía acudir ante el mismo Tribunal Constitucional
en amparo cuando consideren vulnerados uno o ambos derechos. Queda de esta
manera desplegado un espacio de pluralidad donde el individuo posee la facultad
para decidir en un contexto de aconfesionalidad estatal. Una neutralidad que el
Estado debe mantener desde el respeto que no supone indiferencia ni mucho menos
hostilidad ante el hecho religioso. Esa elección se traduce hoy en que en
España durante el curso 2015-2016 el 63% del alumnado eligió la clase de
Religión católica según los datos ofrecidos y elaborados por la Comisión de
Enseñanza de la Conferencia Episcopal Española (CEE), en total 3,6 millones del
total de 5,7 millones de alumnos escolarizados. Cuando los padres o tutores de
un alumno o alumna optan por la Enseñanza Religiosa Escolar no lo hace siempre
movido por creencias o convicciones religiosas. Cada año los profesores de
Religión que entre nuestros matriculados crece la diversidad de motivos por los
que optan por la asignatura. La mayoría de ellos apuntan a que la Religión es
considerada un pilar básico en nuestro entramado cultural. Sería baladí
confundir conocimiento con adoctrinamiento. ¿Tiene sentido negarse a estudiar
un cuadro, analizar el estilo arquitectónico de un templo, leer y analizar un
texto bíblico o a realizar un tramo del Camino de Santiago por su connotación
religiosa y espiritual?.¡Nadie va a convertirse por eso!. Conocer, interpretar
y analizar una realidad no supone identificarse o comulgar con ella. Por eso
dejemos a las ciudadanas y ciudadanos en su madurez política decidir en
libertad sin imponerles un pensamiento único. De este modo mantendremos un
sistema educativo similar al de los países de nuestro entorno - a excepción de
nuestro laico vecino galo - en los que la asignatura recibe un trato similar al
dispensado en el nuestro. Recordaré unas palabras de una conocida filósofa
precisamente francesa. Simone Weil: «Un alma joven, que se despierta al
pensamiento, tiene necesidad del tesoro acumulado por la especie humana durante
el curso de los siglos. Se perjudica al niño cuando se le educa en un
cristianismo tan estrecho, que le impida para siempre la capacidad de darse
cuenta de que hay tesoros de oro puro en las civilizaciones no cristianas. La
educación laicista causa a los niños todavía un perjuicio más grande: disimula
esos tesoros, y, además, los del cristianismo». Esos tesoros deben ser dados a
conocer a las nuevas generaciones aun cuando seamos conscientes de que a menudo
están escondidos en vasijas de barro y la escuela, ese lugar donde los sumerios
decían que los escolares entraban con los ojos vendados para salir de ella con
los ojos abiertos es lugar idóneo para transmitir la sabiduría de nuestra base
cultural que no es otra que la judeo-cristiana.
Marta
Redondo Álvarez Profesora de Religión de Secundaria Y Licenciada en Derecho.
Fuente:
http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/religion-aula-por-no_1163837.html
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