Exigimos que la vida tenga un sentido. Pero solo tiene el sentido que nosotros le demos.
HERMANN HESSE
El mundo está lleno de
sufrimiento, pero rebosa de personas que lo han vencido, y en su lucha
descubrieron algo valioso.
HELEN KELLER
Ya hace un año que convivimos con
el COVID-19 y, la pandemia, nos ha mostrado lo importante que es que tengas una
mano cerca en la enfermedad y la muerte. Si en nuestra sociedad se esconde la
enfermedad y la muerte, llevamos un tiempo que esa realidad se nos ha
manifestado en toda su crudeza ante nuestros propios ojos. La muerte de un
familiar, de un amigo, la enfermedad del COVID, otras enfermedades graves como
el cáncer, la soledad, nuevas formas de pobreza, atizan el sufrimiento del ser
humano.
Cualquier enfermedad grave
en los límites de la vida, la tuya o la de un familiar impone la pregunta
por el sentido de la existencia. En los momentos límites,
podemos tener más preguntas que respuestas y quedar atrapados en el pozo del
sufrimiento. Las preguntas por el sentido no se plantean para ser respondidas,
ellas nos revelan la condición humana. Cada sufriente debe buscar
compartirlas y ordenarlas, para poder habitar el mundo y que se puedan
tornar más humanizadoras. La mayor parte de las veces necesitamos
toda una vida para encontrar el sentido, ya que el dolor del sufrimiento puede
romper el relato existencial que contribuye a orientar la propia existencia.
Puede que esas preguntas estén
dirigidas a Dios, no siempre desde la fe, pero también desde la fe madura del
creyente que sufre. En la tradición cristiana y bíblica encontramos
preguntas dirigidas a Dios desde el hondón del sufrimiento.
Esencialmente cuando las preguntas arremeten contra las ideas de la
inexorabilidad de la justicia, del bien y del sentido de la vida, ponen en el
objetivo la fe en Dios Todopoderoso que ama al hombre. Unas preguntas que se
unen a la exigencia de justicia que hace Job (Job 29-31) y al grito doloroso de
Jesús en la cruz (Mc 15, 34). Cuando la persona pregunta a Dios: “¿Dónde
estás?”, Dios pregunta a la persona: “¿Y tú?, ¿dónde estás tú?, ¿dónde está tu
corazón?, ¿a dónde llevan tus caminos? ¿dónde está tu hermano?”
En la tradición del Antiguo
Testamento, durante mucho tiempo, la atención se concentraba en la vida terrena
quedando desdibujada la vida más allá de la muerte. Dios creó al ser
humano para la felicidad, la salud y la vida, como nos muestra el libro
del Génesis. Pero tenía su contrapartida, si la salud venía de Dios,
también se pensaba que la enfermedad procedía de él, reforzándose la idea
humana de relacionar la enfermedad y el pecado.
Un autor desconocido, en ese
contexto, escribirá uno de los libros más hermosos de la Biblia, el libro
de Job. El autor utiliza un personaje literario para protestar contra
esa idea, Job que no había pecado, no podía admitir que sus males fueran un
castigo divino. Se reveló casi hasta la blasfemia y se atrevió a desafiar a
Dios en un juicio imparcial. Dios le da la razón, le confirma que su
sufrimiento no es una condena o un castigo, tampoco es un estado de
lejanía de Dios o un signo de su indiferencia, de los labios de Job, conmovido brotará
“Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (42,5).
Hay situaciones extremas en las
que el ser humano es capaz de encontrar sentido, incluso cuando Dios parece
escondido y aparentemente no responde a nuestras llamadas. No es posible un
mundo sin enfermedad y sufrimiento, es inevitable en un mundo finito,
porque no es ni puede ser Dios, y, por lo tanto, no puede ser perfecto. La
finitud es carencial y no puede realizar todas sus expectativas, el
sufrimiento y la enfermedad forman parte de ella. Por otro lado, está la
libertad humana, que Dios respeta y se toma en serio. Pero Dios está implicado,
es el primero que está a nuestro lado, sin lesionar nuestra libertad, está
siempre al lado del que sufre: “Mi Padre trabaja siempre” (Jn
5,17). Dios ha renunciado a la omnipotencia en favor de la autonomía del hombre
y de la libertad del mundo. Allí donde el hombre sufre, Dios sufre con él, pero
Dios trabaja contra el sufrimiento.
Jesús de Nazaret nunca quiso el
sufrimiento ni para él ni para los demás. El sufrimiento no es bueno. El
maestro de Galilea, pasó su vida haciendo el bien y curando la enfermedad, la
injusticia y el pecado. Su primera mirada no se dirige al pecado
del ser humano, sino al sufrimiento. Toda su vida fue fiel a
su predicación y a la misión que el Padre le había confiado, el reinado
de Dios y, por él lo arriesgó todo. Su actividad sanadora ocupa un
lugar central en el proyecto humanizador del reinado de Dios, potenciando la
vida y la salud, buscando un mundo más justo y digno, más sano y dichoso para
todos, empezando por los últimos. Jesús hace de la sanación la experiencia
privilegiada para abrir al ser humano la sanación y salvación definitiva.
El dolor y el sufrimiento forman
parte de la vida humana, están ahí como un “misterio doloroso”. El
ser humano es un ser doliente. El hombre no se destruye por sufrir, sino por
sufrir sin ningún sentido (Viktor Frankl). La vida humana no cesa bajo ninguna
circunstancia, su significado incluye también el sufrimiento, las privaciones y
la muerte. Vivir, comenta Viktor Frankl, es asumir la responsabilidad de
encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea
y, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno de nosotros
en cada momento. Somos seres potencialmente resilientes, capaces
de resistir a la destrucción y capaces de reconstruir sobre circunstancias
adversas.
La enfermedad y el sufrimiento,
no son abstracciones, tienen el rostro del sufriente y del enfermo. La
enfermedad solo existe en el hombre y la mujer concreta, esto lo entendemos
cuando nos toca de cerca, en un familiar o en nosotros mismos. Enfermedad
y enfermo son la misma cosa. En la enfermedad está también la totalidad del
sujeto, siendo tan necesario como la dimensión biológica, la dimensión
psicológica, espiritual, familiar, social.
Es importante no solo aliviar el
dolor, también el sufrimiento moral y emocional ante la incertidumbre de la
enfermedad. También es necesaria la atención social a las personas más
vulnerables, personas con discapacidades o ancianos en soledad y
vulnerabilidad. Todo enfermo, cualquiera que sea su fe o su dimensión
existencial ante la vida, tiene derecho a ser respetado y atendido en la
dimensión espiritual, necesita curar sus heridas y enfrentarse a los miedos.
He tenido el dolor y el
privilegio de asistir a mi padre en su enfermedad del alzheimer en un morir
lento y largo, perdiendo progresivamente sus capacidades y facultades de su
propio ser. Posiblemente, en el último año, no se dio cuenta de los cuidados
que todos le ofrecimos por su progresiva incapacidad. Pero, los que estuvimos
cerca de él, nos dimos cuenta de lo que nos ofreció en su enfermedad,
abriéndonos los ojos a lo esencial. No sé si fui yo quien le acompañó o
realmente fue él, quien me mostró desde su silencio e incapacidad, el valor
exacto de la vida, proporcionándome el verdadero rostro humano de la
existencia. La vida humana en el sufrimiento ofrece también espacios
para el crecimiento y permite descubrir valores
existenciales desconocidos.
En estos momentos de enfermedad y
pandemia, ante el dolor y la soledad de muchas personas, quiero terminar con el
recuerdo aquellas palabras de Amado Nervo, la felicidad no es una
posada al final del camino, es una manera de caminar por la vida.
Juan Antonio Mateos Pérez
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