Muchas veces las minorías son muy activas -
y muy poderosas - y consiguen convertir en leyes del Estado ideales que, al
principio al menos, muy pocas personas comparten. Se termina, en ocasiones,
presentando como un derecho fundamental o como una ampliación de las
libertades, lo que no deja de ser el deseo – o la imposición - de unos pocos.
Llama la atención que los defensores del
laicismo – de la reclusión de lo religioso en la esfera de lo privado de la
conciencia, sin casi posible manifestación pública – no se conformen con
reivindicar el que ellos, los laicistas, puedan prescindir de la vivencia
religiosa y puedan educar a sus hijos en conformidad con ese modo de entender
la existencia, sino que luchen hasta convertir ese afán suyo –minoritario – en
ley que obligue a todos.
Reducir el espacio “público” a lo que todos
comparten es una ilusión. Jamás todos los ciudadanos compartiremos todo. Desde
luego, no todos los ciudadanos compartirán una religión, pero tampoco todos se
mostrarán conformes con un laicismo como rasgo esencial de lo estatal y de lo
público – aunque reducir lo público a lo estatal es conceder demasiado a la
tentación totalitaria de todo poder -.
Nunca todos los ciudadanos compartiremos que
haya que pagar tantos impuestos, que se subvencione el aborto o que se impongan
multas desproporcionadas por aparcar mal. Pero ahí están los que mandan que,
aunque representen a pocos, logran doblegarnos a todos.
Si se sometiesen a votación los planes de
estudio, muchas asignaturas desaparecerían ya de los programas. Otras, en
cambio, se incorporarían. Pero estas consultas no suelen hacerse.
La libertad religiosa es la punta fina de la
libertad de las conciencias y hasta de la libertad humana. En lo religioso, el
Estado no tiene nada que decir y sí tiene mucho que respetar. El Estado no es
la fuente de la religión, como no es, en realidad, la fuente de nada; de la
ética tampoco. El Estado se encuentra con las religiones y ha de regular la
convivencia de los ciudadanos, que pueden adherirse a la que prefieran o a
ninguna.
Lo que resulta muy poco democrático es que
unos cuantos - muy poderosos, muy organizados - obliguen a que todos tengan,
por la fuerza de la ley, que renunciar al valor de verdad de sus convicciones
religiosas y a la idoneidad de que sean transmitidas en el ámbito de la
escuela.
Si contemplamos el mundo, el laicismo es
minoritario. Son unos pocos los laicistas, pero con mucho dinero y poder. Pero
se creen superiores a los demás, capacitados incluso para imponer sus ideas,
para hacer que sus deseos sean ya ley. Y no se frenan, porque cuentan en favor
de sus manejos con poderosos aliados.
Es muy poco democrático mutilar la enseñanza
en las escuelas, obligando a que los alumnos no puedan estudiar Religión, al
menos optando por esa materia como una alternativa entre otras. Si convirtiesen
en optativa las Matemáticas, no sé cuántos se apuntarían.
Relegar la enseñanza de la Religión a un
complemento extra-curricular es rebajar su valor como conocimiento.
Eliminar la Religión de la escuela es propio
de una democracia de baja calidad, con tintes totalitarios. Pero es, además,
propio de dirigentes cortos de miras. Hoy, que la Religión está más viva que
nunca y que, como todo fenómeno también humano, se manifiesta como algo
ambiguo, capaz en ocasiones de revestir, aunque sea injustamente, de
legitimidad a la violencia, prohibir la enseñanza religiosa en la escuela es
condenarla a los arrabales del saber. Es renunciar a una sana tutela que no
debe invadir la libertad de las conciencias, pero sí preservar el bien común.
Los adalides del laicismo están muy pasados
de moda. También han pretendido liderar la cultura y, en su nombre, de algunos
de ellos, se ha perpetrado la mayor destrucción del patrimonio. Por no señalar
a nadie más, me remito a lo que ha pasado en España con las Desamortizaciones.
Muy progresistas, en teoría, pero muy injustas y un verdadero desastre desde la
perspectiva cultural.
Lo que queda de los monasterios ha
sobrevivido, casi de milagro, a los progresistas programas desamortizadores.
Tiene gracia que se reivindiquen obras de arte religioso, como las de Sigena, y
se desprecie a la vez la razón que las ha hecho posible.
Si la enseñanza es laicista, también debería
de serlo la autoridad en lo que concierne al arte católico, en plan de decir:
esas obras solo podrán ser exhibidas en los museos públicos en horario
extra-oficial.
Las absurdidades deben de ser, también,
coherentes. Aunque no es bueno repetirlo.
No vaya a ser que los exaltados se animen,
como en otras épocas, a quemarlo todo. A ser coherentes y a optar por su
peculiar visión de la “cultura".
Guillermo Juan Morado.
Fuente:
http://infocatolica.com/blog/puertadedamasco.php/1712141011-ireligion-en-la-escuela-claro
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