Actualmente,
parece a veces que la Iglesia avanza en dirección contraria a la ciencia y su
voz choca con el lenguaje científico. ¿Es posible un diálogo, más aún: un
enriquecimiento mutuo?
Durante
quince siglos, la Iglesia ha ostentado el liderazgo de la investigación
científica. Nada sorprendente, ya que varios cargos eclesiásticos permitían
dedicarse a la investigación científica, a menudo facilitada por el marco
monástico, con su relativa serenidad, sus bibliotecas y su personal letrado.
En
el siglo XIII, Alberto Magno alentó la investigación… mineralógica. ¡La
supuesta hostilidad de la Iglesia hacia toda forma de conocimiento distinto al
de las Sagradas Escrituras es, por tanto, un prejuicio oscurantista!
En
1543, fue un canónigo, Nicolás Copérnico, quien dedicó su De revolutionibus
orbium coelestium al papa Pablo III, en el que redescubría el heliocentrismo.
Pero este interés por la ciencia no termina con el Renacimiento. En pleno siglo
XIX, fue un monje, Gregor Mendel, quien formuló las leyes de la herencia.
Grandes sabios como Pascal, Ampère, Pasteur y Eduardo Branly profesaban la fe
católica.
Todavía
hoy, la Academia Pontificia de las Ciencias (mucha gente no sabe ni que existe)
reúne a sabios de todo el mundo, y los trabajos del Observatorio de
Castelgandolfo tienen autoridad. La Iglesia coopera de buen grato con no
creyentes y con ateos en la investigación filológica y arqueológica de fuentes
bíblicas. Esto debería bastar para establecer que no hay oposición de principio
entre la fe católica y la ciencia.
Pero,
sí, existen prejuicios de algunos hombres de fe respecto a la ciencia, y de
algunos hombres de ciencia respecto a la fe.
Indudablemente
ha habido y puede haber todavía, en la Iglesia, hombres (¡y mujeres!) que
consideran el progreso científico como una amenaza. Y ha habido, y hay todavía,
en el mundo científico, sabios que consideran que ciencia y fe, lejos de hacer
buenas migas, están en competencia directa.
A
los unos y a los otros se les puede proponer la siguiente exhortación: “¡No
tengáis miedo de la verdad”. Descubrir la verdadera ley de la caída de los
cuerpos, como hizo Galileo, es algo bueno. Preguntarse qué puede verdaderamente
levantar al hombre de su Caída, también. No hay nada que temer: “Lo verdadero
no puede contradecir el bien”.
Pero
hay una cuestión importante: Hay que distinguir los ámbitos de competencia del
magisterio de la Iglesia y de la investigación científica.
Hacer
astronomía y calcular las trayectorias de las órbitas planetarias es una cosa;
preguntarse cómo se va al Cielo es otra. Cuando un sabio católico hace
astronomía, no hace astronomía católica. Ya no hay ciencia católica ni ciencia
budista. La Revelación judía, y después su cumplimiento en el cristianismo, no
pretende sustituir a la investigación científica. Como bien dijo el cardenal
Baronio, a quien Galileo citaba con gusto: “La Biblia nos enseña cómo ir al
Cielo, y no cómo va el cielo”.
La
separación de competencias está en peligro cuando el magisterio pretende
prohibir o suspender la divulgación de una verdad científica. Sucedió, por
ejemplo, con Galileo, pero por razones muy políticas, ya que algunos sabios de
la curia romana estaban seguros de sus puntos de vista científicos.
La
autonomía de competencias también se viola cuando un científico extrapola los
resultados de su investigación al ámbito de la metafísica y de la religión.
Ninguna ciencia es competente para hablar de la creación del mundo (que no es
un acontecimiento físico, sino la dependencia, de todo lo que existe, de un
Creador).
Ninguna
ciencia es competente para decidir sobre la existencia de Dios (que es un ser
sobrenatural, hasta que se demuestre lo contrario, cuando las ciencias de la
naturaleza tratan sólo de entidades y de leyes naturales). Cuando la ciencia
pisotea las flores de la religión, adquiere el nombre de “cientifismo”. La
Iglesia no está contra la ciencia, sino contra el cientifismo.
FUENTE:
PORTAL ALETEIA.
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