EL RINCÓN DE FERNY

domingo, 12 de noviembre de 2017

IGLESIA Y CIENCIA, ¿UN AMOR IMPOSIBLE?

Actualmente, parece a veces que la Iglesia avanza en dirección contraria a la ciencia y su voz choca con el lenguaje científico. ¿Es posible un diálogo, más aún: un enriquecimiento mutuo?

Durante quince siglos, la Iglesia ha ostentado el liderazgo de la investigación científica. Nada sorprendente, ya que varios cargos eclesiásticos permitían dedicarse a la investigación científica, a menudo facilitada por el marco monástico, con su relativa serenidad, sus bibliotecas y su personal letrado.

En el siglo XIII, Alberto Magno alentó la investigación… mineralógica. ¡La supuesta hostilidad de la Iglesia hacia toda forma de conocimiento distinto al de las Sagradas Escrituras es, por tanto, un prejuicio oscurantista!

En 1543, fue un canónigo, Nicolás Copérnico, quien dedicó su De revolutionibus orbium coelestium al papa Pablo III, en el que redescubría el heliocentrismo. Pero este interés por la ciencia no termina con el Renacimiento. En pleno siglo XIX, fue un monje, Gregor Mendel, quien formuló las leyes de la herencia. Grandes sabios como Pascal, Ampère, Pasteur y Eduardo Branly profesaban la fe católica.

Todavía hoy, la Academia Pontificia de las Ciencias (mucha gente no sabe ni que existe) reúne a sabios de todo el mundo, y los trabajos del Observatorio de Castelgandolfo tienen autoridad. La Iglesia coopera de buen grato con no creyentes y con ateos en la investigación filológica y arqueológica de fuentes bíblicas. Esto debería bastar para establecer que no hay oposición de principio entre la fe católica y la ciencia.

Pero, sí, existen prejuicios de algunos hombres de fe respecto a la ciencia, y de algunos hombres de ciencia respecto a la fe.

Indudablemente ha habido y puede haber todavía, en la Iglesia, hombres (¡y mujeres!) que consideran el progreso científico como una amenaza. Y ha habido, y hay todavía, en el mundo científico, sabios que consideran que ciencia y fe, lejos de hacer buenas migas, están en competencia directa.

A los unos y a los otros se les puede proponer la siguiente exhortación: “¡No tengáis miedo de la verdad”. Descubrir la verdadera ley de la caída de los cuerpos, como hizo Galileo, es algo bueno. Preguntarse qué puede verdaderamente levantar al hombre de su Caída, también. No hay nada que temer: “Lo verdadero no puede contradecir el bien”.

Pero hay una cuestión importante: Hay que distinguir los ámbitos de competencia del magisterio de la Iglesia y de la investigación científica.

Hacer astronomía y calcular las trayectorias de las órbitas planetarias es una cosa; preguntarse cómo se va al Cielo es otra. Cuando un sabio católico hace astronomía, no hace astronomía católica. Ya no hay ciencia católica ni ciencia budista. La Revelación judía, y después su cumplimiento en el cristianismo, no pretende sustituir a la investigación científica. Como bien dijo el cardenal Baronio, a quien Galileo citaba con gusto: “La Biblia nos enseña cómo ir al Cielo, y no cómo va el cielo”.

La separación de competencias está en peligro cuando el magisterio pretende prohibir o suspender la divulgación de una verdad científica. Sucedió, por ejemplo, con Galileo, pero por razones muy políticas, ya que algunos sabios de la curia romana estaban seguros de sus puntos de vista científicos.

La autonomía de competencias también se viola cuando un científico extrapola los resultados de su investigación al ámbito de la metafísica y de la religión. Ninguna ciencia es competente para hablar de la creación del mundo (que no es un acontecimiento físico, sino la dependencia, de todo lo que existe, de un Creador).

Ninguna ciencia es competente para decidir sobre la existencia de Dios (que es un ser sobrenatural, hasta que se demuestre lo contrario, cuando las ciencias de la naturaleza tratan sólo de entidades y de leyes naturales). Cuando la ciencia pisotea las flores de la religión, adquiere el nombre de “cientifismo”. La Iglesia no está contra la ciencia, sino contra el cientifismo.


FUENTE: PORTAL ALETEIA.

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