En
nuestro país, hay un total de 137 capellanes, 3.000 voluntarios y 77 centros de
reinserción. Son números que esconden rostros, nombres y apellidos, presos y
pobres, que son personas e hijos de Dios. Una labor, la pastoral penitenciaria,
muy valorada por las administraciones públicas y por los funcionarios a pesar
de la recurrente polémica sobre la retirada de la asistencia religiosa de
cualquier centro público
Cuando
el trabajo que la Iglesia realiza en las cárceles de nuestro país llega a los
medios de comunicación o al debate político, suele salir mal parado. Los
prejuicios hacen que se pida la retirada de los capellanes de los centros
penitenciarios o la eliminación de la asistencia religiosa en aras de una mal
entendida aconfesionalidad del Estado. Ahora bien, cuando los que piensan de
esta manera bajan al barro de la tarea caen en la cuenta de la ingente y
desinteresada labor que diócesis, parroquias, sacerdotes, congregaciones
religiosas y voluntarios realizan cada día en los centros penitenciarios y con
los antiguos presos. Así lo explica Florencio Roselló, director del
Departamento de Pastoral Penitenciaria de la Conferencia Episcopal: «En estos
momentos, la pastoral penitenciaria es mucho más que un sacerdote dedicado a la
celebración de la Eucaristía; es el compromiso de la Iglesia con el hombre y
mujer que está en la cárcel, pero también un compromiso global. Una presencia
que no distingue de credos ni de culturas, atiende a todos los que demandan su
atención, tanto en el plano religioso, social y jurídico. La labor de la
Iglesia abarca tres dimensiones: prevención, prisión y reinserción. Trabaja
para que no se entre en prisión, camina y comparte con la gente que está en la
cárcel y ha creado recursos para cuando los presos salen en libertad».
En
total son 137 capellanes y 3.000 voluntarios que participan en programas,
aprobados por la Administración penitenciaria, de formación, terapia o deporte,
entre otros. A estos, hay que añadir los 1.000 voluntarios que se dedican a la
prevención y reinserción. La prevención se lleva a cabo a través de proyectos
en barrios marginales, acompañando a familias en necesidad y sensibilizando a
la sociedad, mientras que la segunda se realiza a través de 77 centros de
acogida para presos que no tienen familia y que, de este modo, pueden disfrutar
de sus permisos o libertades.
Uno
de esos centros es el Hogar Mercedario Rosa Gay de Barcelona, un proyecto que
nació en 1972 gracias al empeño de Bernardino Lahoz para facilitar la
reinserción a personas que salían de la cárcel. «En realidad, la casa es de
ellos», explica el padre José María Carod Félez, que acompaña junto a otros dos
religiosos mercedarios a diez personas, la mayoría en libertad, aunque también
acogen a internos de permiso. En su opinión, el sistema está fracasando, pues
los presos que adquieren la libertad traen consigo consecuencias. «Llegan
machacados por la cárcel. Por ejemplo, no saben cómo atender al teléfono o
hacer un currículum; tienen pánico a enfrentarse a un público; tienen la
sensación de que todo el mundo les está mirando; al margen de que odian todo lo
que represente el orden… No están preparados para la vida después de la
cárcel», añade.
En
el Hogar Mercedario tratan de solventar todas estas carencias desde la atención
personalizada, la escucha y el Evangelio. Este proyecto no está aislado del
barrio ni de la parroquia; todos lo conocen y se implican: «Sin ir más lejos,
el año pasado tres convictos encontraron un trabajo gracias a gente del
barrio».
Precisamente,
de la misericordia en la acogida fuera de prisión fue el tema sobre el que el
padre José María Carod habló en la mesa de experiencias del Congreso de
Pastoral Penitenciaria celebrado en Madrid el pasado fin de semana, un evento
que reunió a delegados de Pastoral Penitenciaria, capellanes, voluntarios,
funcionarios de prisiones y miembros de la judicatura. Cabe destacar la
presencia del secretario general de Instituciones Penitenciarias, Ángel Yuste,
y el director general de Servicios Penitenciarios de la Generalitat de
Cataluña, Amanad Calderó, una circunstancia que refuerza y reconoce desde la
Administración la labor callada de la Iglesia en las cárceles de nuestro país.
Así lo manifestaron ambos durante el congreso, cuenta a Alfa y Omega Florencio
Roselló. Según el padre José María, «los funcionarios valoran nuestra actividad
positivamente, como cualquier actividad que ayude a crecer a la persona y se
haga dentro de los márgenes que indica el reglamento penitenciario». A esta
valoración se suman los jueces de Vigilancia Penitenciaria y los presos, que
«agradecen el servicio religioso».
«Para
nosotros la persona es lo importante, su rostro, su vida, su historia, y allí,
en ese caminar encontrará a la pastoral penitenciaria que se hará su compañera
de camino, para que juntos podamos encontrar su sitio en la libertad. Nuestros
números tienen rostro, nombre y apellidos, son pobres, son presos, pero para
nosotros son personas e hijos de Dios», añade Roselló.
Además
de esta atención ya consolidada, los retos de futuro de la pastoral
penitenciaria pasan por la implicación de parroquias y grupos eclesiales, por la
propuesta de alternativas al encarcelamiento, que pueden pasar por los trabajos
a favor de la comunidad o la acogida en viviendas, y por el establecimiento de
penas más humanitarias.
PUBLICADO
EN SEPTIEMBRE POR EL SEMANARIO ALFA Y OMEGA
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