El
camino que llevó a Jesús hasta la Cruz es, sin duda, uno de los juicios de
mayor trascendencia para la historia de la Humanidad. Desde las fuentes
históricas, y en base al derecho, este proceso estuvo plagado de mala praxis.
Se
puede comenzar asegurando, sin temor a errar, que se han vertido auténticos
ríos de tinta sobre la cuestión del “Jesús humano” o “Jesús histórico”, con el
objetivo de desentrañar lo mejor posible los elementos de veracidad en la vida
del “personaje histórico más excepcional –como lo definía G. K. Chesterton en
El hombre eterno– de la historia de la humanidad”.
El
mensaje de Jesús había criticado el poder y la riqueza que ostentaban los sumos
sacerdotes y los escribas y había liberado a aquellos que lo habían escuchado
de unas leyes que esclavizaban al hombre
Desde
la perspectiva de la fe católica, es un absurdo o, al menos, un sinsentido,
intentar separar las dos dimensiones de Cristo, al que definimos en el Credo
como “Dios y hombre verdadero”. Pero desde la perspectiva histórica, cuyo
“credo” se asienta principalmente en la corriente de pensamiento del
materialismo histórico, esto no solo no es absurdo, sino que es necesario. Y,
dicho sea de paso, a más de un católico no le vendría nada mal lanzar una
atenta mirada a esta perspectiva, ya que le haría entender y fundamentar mejor
su fe cristiana. A este respecto, y de todas las obras que se han escrito, cabe
destacar El Jesús histórico (Ediciones Sígueme, 2012), donde se hace una
excelente recopilación de la bibliografía sobre Jesús de Nazaret.
Pues
bien, dentro de esta perspectiva histórica encontramos un episodio sobre el que
también ha abundado la bibliografía, aunque desde distintas perspectivas: el
juicio a Jesús y la subsiguiente condena, lo que los cristianos denominamos la
Pasión de Cristo. Las últimas perspectivas en ser abordadas han sido la
histórico-jurídica y la forense, donde cabe destacar dos títulos con especial
relevancia en español publicados en los últimos años: Proceso a un inocente,
¿fue legal el juicio a Jesús? (Liberman, 2012), de José Raúl Calderón Peragón,
y Proceso a Jesús. Derecho, religión y política en la muerte de Jesús de
Nazaret (Almuzara, 2013), de José María Riba Alba. Estos dos autores, ambos
juristas, aunque en ciertos aspectos han arrojado más luz sobre el tema,
también han puesto de manifiesto las dudas que todavía entraña la cuestión y
sus obras, que apenas tienen un año de diferencia, son el mejor ejemplo de
ello, pues encarnan las dos posturas opuestas sobre la interpretación del
juicio a Jesús: su legalidad.
Condenado irregularmente por “blasfemo”
Pero,
¿qué se puede decir sobre el proceso a Jesús de Nazaret? No cabe duda de que
las fuentes principales son los textos evangélicos y, de entre estos,
especialmente el de san Juan, que es el que más detalles da del proceso y
quien, además, supuestamente estuvo presente a los pies de la cruz en el último
momento, lo que podría significar que pudo haber presenciado también, con el
debido disimulo, el resto del juicio. Y como fuentes secundarias, aunque no
menos importantes, destacan los historiadores contemporáneos o inmediatamente
posteriores al suceso, como Flavio Josefo, Tácito o Plinio el Joven, además de
los hallazgos arqueológicos y epigráficos y, como culmen bibliográfico, las
leyes judías y el derecho procesal y penal romano.
Como
relatan los evangelios, Jesús no fue condenado por Pilato, sino ajusticiado por
este, ya que la condena por “blasfemo” había tenido lugar en dos irregulares
juicios, el primero en casa del que fuera sumo sacerdote, Hanán (Anás en
griego), y del entonces sumo sacerdote del Templo, Yosef Qayyafá (Caifás). En
este último juicio se le encontró culpable de blasfemia y se decidió condenarlo
a muerte.
Son
muchos los interrogantes que surgen a este respecto y de los hechos
subsiguientes. En primer lugar, ¿no esperaban los judíos la venida del Mesías?
¿No cabía la posibilidad, pues, de que fuera Jesús? Por otra parte, y en lo
referente a la condena y a la tipología de la misma, ¿por qué no ajusticiaron
ellos mismos a Jesús, como habían hecho con tantas y tantas mujeres acusadas de
adulterio en las plazas públicas? Y, por último, ¿por qué pedir una condena
ajena a la ley judía, como la crucifixión, y que fuera llevada a cabo por el
poder romano?
juicio a Jesús
La
primera cuestión es de sencilla respuesta. El mensaje de Jesús, fuera o no
Mesías para los judíos de entonces, había criticado fuertemente el poder y la
riqueza que ostentaban los sumos sacerdotes y los escribas y había liberado a
aquellos que lo habían escuchado de unas leyes que esclavizaban al hombre,
predicando la ley del amor a Dios y al prójimo y la fraternidad de todos los
hombres mediante la filiación divina con Dios. En nuestra civilización
occidental actual, la igualdad de todas las personas ante la ley parece una
obviedad, algo básico, pero en la Judea del siglo I d.C. una idea así era
implanteable, totalmente tabú. En definitiva, Jesús desacreditó el poder del
Sanedrín y sus miembros no podían consentirlo. Además, la procedencia humilde
de Jesús y su tierra natal, Galilea, a cuyos habitantes despreciaban como
bárbaros en Judea, hacían imposible a los sumos sacerdotes creer que de aquí
surgiría el Mesías, recordando las palabras de Natanael: “¿Puede salir algo
bueno de Nazaret?” (Jn. 1, 46).
El
segundo interrogante es algo más complejo. ¿Por qué no podían los sumos
sacerdotes ajusticiar a Jesús? La respuesta sencilla sería: por la ley romana.
Judea había sido un reino clientelar de Roma desde que Pompeyo Magno derrotase
al rey Mitrídates VI del Ponto en el año 63 a.C., pero con sus reyes títere,
como Herodes el Grande, se mantuvo cierta autonomía legislativa. Cosa distinta
pasó tras el reinado de Herodes Arquelao, hijo del anterior y hermano de
Antipas, que disgustó profundamente al poder romano, y en pro de un control
político definitivo se creó la provincia romana de Iudæa (Judea). Desde el año
6 d.C. pues, la ley vigente pasó a ser la romana, en detrimento de la judía.
Hasta aquí todo claro. Pero entonces encontramos otra incongruencia, ¿por qué
sí ajusticiaban a las mujeres acusadas de adulterio?
En
los evangelios queda muy clara la disposición de apedrear hasta la muerte a
mujeres sorprendidas en adulterio siguiendo la ley mosaica (Dt. 22, 23-24) e
incluso en una ocasión quisieron apedrear al mismo Jesús públicamente por
blasfemo (Jn. 8, 59), ¿por qué en esta ocasión no fue así? Pierde sentido, ante
la comparación con la suerte sufrida por las mujeres acusadas de adulterio
recurrir al tópico de que los sumos sacerdotes debían obedecer la ley romana y
al César, lo que no parece sino una impostura por parte del Sanedrín para
mantener las formalidades con las fuerzas de ocupación romanas que, dicho sea
de paso, mientras se guardara el orden eran bastante pasivas respecto a estas
cuestiones. Además, la pena judía por blasfemia era exactamente igual que la
pena por adulterio, según el libro del Levítico (24, 16): la lapidación. ¿Por
qué entonces los sumos sacerdotes pidieron, primero, al prefecto romano que
ajusticiara él a Jesús y, segundo, que lo hiciera por crucifixión?
En busca de la mayor humillación posible
La
única lógica es la del desprestigio y la humillación. El mismo Pilatos se
extrañó, inquiriendo a quienes le presentaban a Jesús: “Tomadlo y juzgadlo
según vuestra ley” (Jn. 18, 31), lo que indica que la práctica ejecutoria por
parte de las autoridades judías era algo habitual. Pero los sumos sacerdotes
eran conscientes de que algunos consideraban a Jesús como el Mesías esperado,
que muchos lo consideraban “un profeta poderoso en obras y en palabras delante
de Dios” (Lc. 24, 19), como lo definieron los dos discípulos de Emaús, y que
casi todos lo tenían como un hombre santo.
En
cualquiera de los casos, y desde la perspectiva de los sumos sacerdotes, sus
palabras no podían tener repercusión si querían mantener sus privilegios ante
el pueblo y ante Roma. Por ello, la acusación de blasfemo era perfecta para
desacreditarlo y, para que dicho descrédito sonara en toda la provincia, lo
llevaron, con la acusación esta vez de agitador contra Roma, al prefecto del
pretorio, Poncio Pilato, quien, pese a que no encontró “ningún motivo en él
para condenarlo” (Jn. 18, 38), hubo de acceder a aprobar el ajusticiamiento
para mantener el orden público. Pero aquí tuvo lugar otra irregularidad. Antes
de autorizar el ajusticiamiento, Pilato hizo ejecutar otra sentencia.
“Pilato
mandó entonces azotar a Jesús”, escribe san Juan (19, 1). Aspecto este
sumamente curioso. Theodor Mommsen, en su obra titulada Derecho penal romano,
aclaraba que los azotes no eran una pena en sí misma, sino que servían como
coerción o humillación pública para pobres o esclavos que no tenían dinero para
afrontar penas pecuniarias y en tiempos del principado se aplicaba a aquellos
con una pena más leve. ¿Por qué entonces Pilato mandó azotar a Jesús, para
quien pedían la muerte en cruz, propia de ladrones y proscritos? ¿Por qué
torturar a un hombre que en el interrogatorio había hablado? Posiblemente, la
razón sea acorde con el dato evangélico: Pilato no quería ajusticiar a alguien
que no parecía aquello de lo que se le acusaba (Jn. 19, 12), pero la fuerte
presión de los sumos sacerdotes pudo con él. Finalmente, Jesús de Nazaret fue
entregado por el prefecto romano al Sanedrín, quien, con una cohorte romana, se
encargó de crucificar al reo. Este hecho es también muy significativo: hubieron
de ser los romanos quienes crucificaran a Jesús, pues eran los que sabían
hacerlo, ya que en la ley judía no se contemplaban ejecuciones de aquellas
características, ideadas para hacer sufrir al condenado hasta el extremo.
La
pena de muerte por crucifixión entrañaba una especial crueldad y dureza. De
origen posiblemente persa, aplicada a sediciosos, traidores y rebeldes, su
modus operandi radicaba en la lenta asfixia del reo, causada por la posición a
la que este era obligado a estar, clavado de manos y pies a sendos maderos de
la cruz, impidiendo la respiración. Aunque el caso de Jesús fue especialmente
grave, ya que a semejante suplicio se añadía la pérdida de sangre provocada por
los azotes y la corona de espinas. Ante esto solo cabe una pregunta, ¿era
normal la aplicación de penas tan severas a personas que se autoproclamaban
mesías? La respuesta es no. En la zona de Palestina siempre los hubo, antes y
después de la llegada de Roma, y nunca se les aplicó semejante pena. De hecho,
normalmente eran tomados por desequilibrados. ¿Por qué el caso de Jesús de
Nazaret fue distinto a todos, a los anteriores y a los posteriores?
Por
muy avanzada que se encuentre la disciplina histórica, hay cuestiones que
siempre serán un misterio. Pero, en definitiva, puede decirse que el proceso a
Jesús de Nazaret, tanto en la vertiente judía como en la romana, tuvo numerosas
irregularidades legales que no dejaron de apuntar en la misma dirección: la
ignominia y la humillación del reo. Y lo cierto es que, curiosamente, desde el
punto de vista cristiano esto es algo esencial para entender el sacrificio de
Cristo por los hombres. La historia de Jesús, llamado Cristo, resultó ser el
más absoluto fracaso a ojos de los hombres pero, poco tiempo después, su
doctrina se extendería por Oriente Próximo, primero, y por todo el Imperio
romano, después, como la pólvora. Los cristianos, como los llamaron por primera
vez en Antioquía no más de 20 años después de aquel proceso en Jerusalén,
revolucionaron el mundo.
ESCRITO
POR ANTONIO MIGUEL JIMÉNEZ PARA EL DEBATE DE HOY
Graduado
en Historia por la USP CEU y máster en Historia Antigua por la UCM-UAM.
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