Tatiana
Goritcheva nació en Leningrado en 1947. Estudió filosofía y radiotecnia. Como
ella misma expone en el relato de su conversión, su juventud fue una muestra
típica de lo que era capaz de producir el sistema ateo soviético, a excepción
quizá de una cierta inquietud intelectual que sus estudios de filosofía le
habían despertado. A los 26 años se convirtió al cristianismo. “Si alguien me
pregunta —relata ella— qué significa para mí el retorno a Dios, qué es lo que
esa conversión se ha hecho patente y cómo ha cambiado mi vida, puedo contestarle
con toda sencillez y brevedad: lo significa todo. Todo ha cambiado en mí y a mí
alrededor. Y, para decirlo con mayor precisión aún: mi vida empezó sólo después
de haber encontrado a Dios”. Pocos años después, en 1984, puso por escrito el
relato de su conversión.
De ningún sitio a ninguna parte
“Para
las personas que han crecido en países occidentales no es fácil entender. Han
nacido en un mundo de tradiciones y normas,
aunque
ya no puedan considerarse totalmente estables. Esas personas han podido desarrollarse
de una manera “normal”, leyendo los libros que han querido, eligiendo sus
amigos y haciendo la carrera que han preferido. Han podido viajar a cualquier
país. O han podido retirarse del mundo, para cuidar amorosamente de su familia,
para encerrarse en un monasterio o dedicarse a la ciencia, eligiendo para ello
el mejor lugar. Yo he nacido, por el contrario, en un país en que los valores
de la cultura religión y moral fueron arrancados de raíz, de manera intencional
y con éxito. Yo no vengo de ninguna parte ni voy a ningún lugar. Carezco de
raíces y he tenido que caminar hacia un futuro vacío y absurdo.
Yo lo odiaba todo
Cuando
era adolescente, una amiga mía se quitó la vida a los quince años porque no
pudo soportar lo que le rodeaba. Dejó una nota que decía: “Soy una persona muy
mala”, cuando era una criatura de corazón extraordinariamente puro, que no
sufría la mentira, y que jamás pudo mentirse a sí misma. Aquella muchacha se
quitó la vida al descubrir que no vivía como hubiera debido hacerlo y porque de
alguna manera tenía que romper el vacío que le rodeaba y encontrar la luz. Pero
no encontró el verdadero camino… Hoy, veinte años después de su muerte, yo
puedo expresar lo mismo en un lenguaje cristiano. Mi amiga había descubierto su
condición de pecadora. Había descubierto una verdad fundamental, a saber: que
el hombre es débil e imperfecto, pero no alcanzó a conocer la otra verdad, aún
más importante, que Dios puede salvar al hombre, arrancarlo de su condición de
caído y sacarlo de las tinieblas más impenetrables. De esa esperanza nadie le
había hablado, y murió oprimida por la desesperación.
Personalmente
no podía compararme con mi amiga en sus dotes espirituales. Yo vivía como una
bestezuela acorralada y furiosa, sin erguirme jamás y sin levantar la cabeza,
sin hacer intento alguno por comprender o decidir algo. En las redacciones
escolares escribía —como era de ley— que amaba a mi patria, a Lenin y a mi
madre, pero eso era pura y llanamente una mentira. Desde mi infancia odié todo
lo que me rodeaba; odiaba a las personas con sus minúsculas preocupaciones y
angustias, más aún me repugnaban; odiaba a mis padres que en nada se
diferenciaban de todos los demás, y que se habían convertido en mis
progenitores por pura casualidad. Oh, sí, yo enloquecía de rabia al pensar que,
sin deseo alguno de mi parte, y de modo totalmente absurdo, me habían traído al
mundo. Odiaba hasta la naturaleza con su ritmo eternamente repetido y aburrido,
verano, otoño, invierno… Lo único que yo amaba era la soledad absoluta.
Más
tarde, cuando ya supe leer, me parapetaba tras los libros… Sólo en ellos se
vive sin angustia, sin postergaciones, engaños, y atropellos, sólo en los
libros no se vive en una mentira permanente…
El
desprecio que alentaba en mi interior, no fue obstáculo, sin embargo, para que
externamente pasase por una niña tranquila y con éxito, que siempre destacaba
por sus logros especiales, alabada por los profesores y querida por los
compañeros. Naturalmente yo no me daba cuenta de lo incoherente de mi conducta,
mi razón y mi conciencia callaban.
Nadie me había dicho que el amor está por
encima de todo
Y en
la escuela, por supuesto, sólo se fomentaban las cualidades externas y
“combativas”. Con esto se reforzó más mi orgullo, floreciendo plenamente. Mi
meta fue entonces ser más inteligente, más capaz, más fuerte que los demás.
Pero nadie me dijo nunca que el valor supremo de la vida no está en superar a
los otros, en vencerlos, sino en amarlos. Amar hasta la muerte, como únicamente
lo hiciera el Hijo del hombre, al que nosotros todavía no conocíamos.
Es
bien sabido que mi generación dio muchísimos seguidores de Nietzsche. A
Nietzsche lo leí cuando tenía diecinueve años (mientras que el Evangelio sólo
lo leí a los veintiséis) y de inmediato me gustó mucho, como me gustaron
también Sartre, Camus, Heldegger, y la filosofía existencialista, rebelde y tan
cercana a nosotros. En los años de la liberalización, eran autores en parte
permitidos, cuyas traducciones empezaron a circular. Para nosotros el
existencialismo fue el primer sorbo de libertad, la primera palabra sincera que
no estaba prohibida…
Por
lo demás, es interesante consignar que nuestros caminos (el de occidente y
oriente) pronto se separaron. La juventud occidental vivió los sucesos de 1968,
recorrió el camino de una “politización” cada vez mayor de la conciencia y se
enardeció con el marxismo… Nosotros, por el contrario, ahondamos más y
descubrimos los valores imperecederos de la cultura, la historia y la ética. Y
acabamos familiarizándonos con Dios y con la Iglesia… Así, nuestra liberación
empezó con el descubrimiento del pensamiento occidental libre. Y es curioso
que, cuando entramos en contacto con el mundo ancho y maravilloso del
pensamiento cristiano, no mandamos al diablo al impío Sartre ni al orgulloso
Camus. Pese a toda su antireligiosidad, Sartre pudo conducirnos hasta la
frontera de la desesperación en que empieza la fe. Su idea central de que el
hombre en cada segundo de su existencia tiene que tomar una decisión libre, es
de hecho una idea cristiana. Porque a Dios le agrada el amor voluntario del
hombre, y por respeto a la libre decisión de nuestra voluntad Dios no aniquila
el mal en el mundo.
Pero no nos adelantemos
Para
mí, en tanto que existencialista consecuente y rabiosa, durante mucho tiempo no
existió el cristianismo ¿Para qué regresar a los viejos mitos? Pero en mi vida
se afianzaba la tendencia a un orgullo cada vez mayor y a una mayor
autodestrucción. Siguiendo la línea de Nietzsche yo me tenía por una
aristócrata espiritual; es decir, por una persona “fuerte” capaz de dirigir y
configurar mi propia vida gracias la decisión de mi libre voluntad. Las gentes “débiles”
y vulgares no pueden hacer frente con “nada” a ese reto y escapan del absurdo y
sin sentido de la existencia refugiándose unos en la familia, y otros en la
política o en la carrera. Oh, cómo los odiaba a todos y qué bien entendía lo de
“esclavizar” a los hombres para comprobar enseguida maliciosamente, que todos,
tanto varones como mujeres, aman la esclavitud y hasta la buscan.
Dejé de mentir
Entonces
aspiraba ya a una vida “íntegra” y consecuente. Me sentía filósofa y dejé de
engañarme a mí misma y a los demás. La verdad amarga, terrible y triste, estaba
para mí por encima de todo lo otro. Pese a lo cual mi existencia seguía tan
desgarrada y contradictoria como antes. Yo sentía un gusto permanente por el
contraste y el absurdo, por los imponderables de la vida. También alentaba en
mí el esteticismo. Por ejemplo un día me gustaba mucho ser una alumna
“brillante” y con el orgullo de la facultad de filosofía trataba con
intelectuales sutiles, asistía a conferencias y coloquios científicos, hacía
observaciones irónicas y sólo me daba por satisfecha con lo mejor en el aspecto
intelectual. Por la tarde y por la noche, en cambio, me mantenía en compañía de
marginados y de gentes de los estratos más bajos, ladrones, alienados y
drogadictos. Esa atmósfera sucia me encantaba. Nos emborrachábamos en bodegas y
buhardillas. A veces alquilábamos una vivienda simplemente para pasar el rato,
tomar una taza de café y después desaparecer.
Sólo
un hombre intentó una vez ponerme una contención. Debo calificarle con todo
merecimiento como mi primer maestro. Fue nuestro profesor Boris Míchailowitsch
Paramonov; era docente eventual en la facultad de filosofía y no pudo
permanecer mucho tiempo. Ahora ha emigrado y vive en América. Una vez me dijo:
– Tania, ¿por qué intenta usted destruirlo todo? ¿No comprende que ese placer
destructivo ha sido desde siempre la miseria del pensamiento ruso? Vea usted
que vivimos en un mundo en el que el nihilismo ya ha triunfado por completo. No
tiene más que acudir al mercado soviético y sólo hallará mostradores vacíos. No
hay nada de lo que debería haber en un mercado. En lugar de eso sólo se ve por
doquier letreros en rojo que dicen “¡Adelante hacia la victoria del
comunismo!”, “Un paso adelante y dos para atrás. Lenin”, etc. Ahí tiene usted
su absurdo tan acariciado. Es algo que ya está creado por los bolcheviques. Por
completo. ¿Qué es lo que usted desea agregar todavía?
Esas
palabras me produjeron entonces una impresión profunda. Pero ni Paramonov ni yo
sabíamos por entonces como se podía salir de ese círculo infernal y crear vida
en lugar de destruirla.
Tampoco
hallé una salida con mi entusiasmo por las filosofías orientales y por el yoga
al que me dediqué después de las horas de estudio. El yoga me permitió sólo el
acceso al mundo de lo absoluto, haciendo que mi ojo espiritual percibiese una
nueva dimensión vertical de la existencia y destruyendo mi orgullo intelectual.
Pero el yoga no pudo librarme de mí misma. Tenía un cierto carácter científico
que a nosotros nos atraía en gran manera: con la ayuda de ejercicios y mediante
el conocimiento de determinadas “fuerzas astrales y mentales” se podía apuntar
de lleno y de un modo consciente al superhombre.
Pero
¿por qué y para qué? A esta pregunta respondía cada uno como más le venía en
gana. Yo quería, naturalmente, convertirme en un dios. Yo quería ser la más
inteligente y la más fuerte. Deseaba fundirme con el absoluto y sumergirme en
la felicidad eterna. Ahora tenía que luchar contra ciertos sentimientos
negativos como el odio y la irritabilidad, porque sabía muy bien que “consumen
energía” y me arrojan a un plano más bajo de la existencia. Mas el vacío, que
desde largo tiempo atrás venía siendo mi sino y me rodeaba de continuo, no
estaba aún superado. Al contrario, se hacía cada vez mayor, se convertía en
algo místico y amenazador que me angustiaba hasta la locura.
Me
invadió entonces una melancolía sin límites. Me atormentaban angustias
incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me
estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de seguir viviendo.
¿Cuántos
de mis amigos de entonces han caído víctimas de ese vacío horroroso y se han
suicidado? Otros se han convertido en alcohólicos; algunos están en
instituciones para enajenados… Todo parecía indicar que no teníamos esperanza
alguna en la vida.
Mi segundo nacimiento
Pero
el viento, que es el Espíritu Santo, sopla donde quiere.
Cansada
y desilusionada realizaba mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Hasta
ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y no conocía realmente
oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria
cristiana, en concreto la oración del Padrenuestro. ¡Justamente la oración que
nuestro Señor había recitado personalmente! Empecé a repetirla mentalmente como
un manirá, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces;
entonces de repente me sentí trastornada por completo. Comprendí —no con mi
inteligencia ridicula, sino con todo mi ser— que El existe. ¡El, el Dios vivo y
personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que
se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado!
En
aquel instante comprendí y capté el “misterio” del cristianismo, la vida nueva
y verdadera. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto.
No sólo deje mis valoraciones e ideales anteriores, sino también a las viejas
costumbres.
Finalmente
también mi corazón se abrió. Empecé a querer a las personas. Inmediatamente
después de mi conversión todas las gentes se me presentaron sin más como
admirables habitantes del cielo y estaba impaciente por hacer el bien y servir
a Dios y a los hombres.
¡Qué
alegría y qué luz esplendorosa brotó entonces en mi corazón! El mundo se
transformó para mí en el manto regio y pontifical del Señor. ¿Cómo no lo había
percibido hasta entonces?
Así
empezó de nuevo mi vida. Mi redención era algo perfectamente concreto y real;
había llegado de modo repentino, aunque la había anhelado desde mucho tiempo
atrás, y sólo el Espíritu Santo pudo realizarla en mí, porque sólo El puede
crear una “nueva criatura” y puede reconciliarla con el Eterno. Sólo por Él y
su gracia puede solucionarse el conflicto central de la personalidad humana, el
conflicto entre libertad y obediencia”.
TOMADO DE CATHOLIC.NET
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