LA
MÚLTIPLE OFERTA RELIGIOSA EN EL MERCADO MUNDIAL DEJA PERPLEJOS A LOS INDECISOS.
Hay
quien concluye que todas las religiones son válidas en su peligrosa pretensión
de monopolizar la verdad, que todas son igualmente propensas a la intolerancia
y a un carácter dañino, por lo que sería mejor adoptar como principio
igualitario una actitud hostil con respecto a ellas. Los más coherentes de
entre los que así opinan juzgan necesario luchar política e ideológicamente contra su influencia con la misma
determinación intransigente que cuando se lleva a cabo una campaña de
desratización. Son los herederos de la Ilustración.
Su
certidumbre es a la vez completamente demente y radicalmente falsa.
Es
demente puesto que es una suposición literalmente delirante resolver
unilateralmente que de ninguna experiencia espiritual acumulada por la
humanidad desde su aparición se pueda aprender nada.
Es
radicalmente falso porque sus presuposiciones son falsas: no es cierto que todas
las religiones reivindiquen el monopolio de la verdad ni que las garantías que
aporten sean equivalentes. Una tipología de las religiones, por somera que sea,
es suficiente para demostrarlo.
La mayoría de las religiones no pretende
desvelar la verdad
El hinduismo, una religión cuyos mitos
fundadores se pierden en la noche de los tiempos, no aspira a garantizar la
exclusividad de la verdad. Transmitidos de generación en generación, sus
relatos fundadores no se colocan bajo la tutela de ninguna autoridad
reconocida. Ello no impide que algunos hindúes, como personas cualquier otra
religión, persigan a aquellos que no comparten sus creencias (cristianos y
musulmanes).
El budismo, el confucianismo y el taoísmo
son sobre todo expresiones de sabiduría de la vida fundadas por grandes
maestros sabios (Buda, Confucio y Lao-Tse) y no son, estrictamente hablando,
religiones en el sentido que entendemos. No pretenden revelar la verdad, sino
constituir un estilo de vida destinado a tener éxito en la existencia aquí abajo.
No nos informan sobre el sentido de nuestra vida terrenal ni sobre nuestra
eventual vida después de la muerte.
Las religiones animistas –en particular
aquellas que incluyen sacrificios humanos, como en el caso del culto rendido
por los cartagineses al dios Baal o el de los aztecas al dios sol– tienen como
objetivo mantener una armonía cósmica siempre precaria, conseguir la paz social
con las fuerzas oscuras y malignas del universo manteniéndolas a distancia. No
se preocupan de certificar su origen divino ni de responder a una búsqueda de
sentido vital. La cuestión de la verdad no les preocupa.
Algunas
religiones son lo que llamaríamos “religiones
laicas”, que deifican el sistema político… y refuerzan la autoridad de los
dirigentes: era el caso de los imperios inca, egipcio y romano, y sigue siendo
el caso del sintoísmo en Japón. Y en este sentido también se corresponden de la
misma forma con las “religiones ateas”, como el nazismo o el comunismo, que
florecieron durante el siglo XX. La verdad tampoco es su preocupación. Su afán
es más prosaico: el mantenimiento de la cohesión social y el fortalecimiento de
la legitimidad del poder establecido.
Las religiones sincréticas (New Age y
sectas) son el producto de un enfoque comercial con vistas a ofrecer al público
un nuevo producto que se adapte a sus expectativas. No son el resultado de una
búsqueda de la verdad. Sólo las religiones reveladas (judaísmo, cristianismo,
islam, mormonismo) pretenden revelar y transmitir una verdad de la cual no son
inventoras. El origen divino de su contenido, que todas ellas reivindican, es
la garantía de la autenticidad del mensaje y todas se presentan como mensajeras
fieles que no han añadido ni suprimido nada de la divina verdad original.
Sólo las religiones reveladas aseguran ser
poseedoras exclusivas de la verdad
Los
herederos de la Ilustración se confunden y, por ello, confunden a su mundo al
afirmar que todas las religiones aspiran a la exclusividad de la verdad:
simplemente no es cierto. La cuestión de la verdad es central únicamente para
las religiones reveladas y son un número reducido.
Para
estas religiones y sólo para ellas se plantea la cuestión de la autenticidad de
su origen divino. Pero no quiere decir que la cuestión sea irresoluble. De
hecho, podemos aplicar a esta revelación la metodología que utilizan en su día
a día periodistas, historiadores, servicios de investigación de la policía y
servicios de inteligencia: la verificación de las fuentes.
El
criterio es simple: ¿estas religiones se presentan como el producto de una
revelación privada, atestiguada por un único individuo y, por definición, no
verificable o, por el contrario, una revelación colectiva, confirmada por
varios individuos? En otras palabras, ¿podemos verificar las fuentes? Este
criterio excluye a priori el islam y el mormonismo, pero no el judaísmo ni el
cristianismo.
En
la revelación bíblica, la palabra de Dios es anunciada por intermediación de
patriarcas, sacerdotes, reyes, profetas y el Mesías, que vivieron en épocas
diferentes, profetizaron sobre acontecimientos futuros y cumplieron con las
profecías anunciadas.
En
el Nuevo Testamento, disponemos de cuatro testimonios separados (los cuatro
Evangelios) que coinciden en términos generales y sólo difieren en los
detalles. Exactamente igual que cuando aprendemos la historia de Roma a través
de las fuentes de los historiadores. Esto no es una garantía absoluta de
verdad, no es una prueba, sino una garantía de verosimilitud.
Un
puñado de indicios convergentes, nada de pruebas
La
ausencia de pruebas, en el sentido científico de la expresión, es a veces una
fuente de escepticismo para muchos indecisos e incluso para los creyentes. Pero
lo sorprendente del hecho es precisamente esto, que, aunque la ausencia de
pruebas es desafortunada, el hecho sigue siendo admisible.
Entonces,
¿dónde está lo problemático? Después de todo, ¿quién se casó con su cónyuge
sólo después de que él o ella hubiera demostrado con pruebas su amor? Nadie.
Nos
casamos porque alguien nos ha declarado su amor y porque confiamos en esa
persona sobre la base de una serie de indicios convergentes y sobre la base de
nuestra intuición, que Pascal llamaba el corazón, que es capaz de comprender a
pesar de no poder demostrar: el corazón tiene razones que la razón ignora.
¿Quién
siguió las prescripciones de un médico porque previamente le habían demostrado
la exactitud de su diagnóstico y le habían probado la pertinencia del
tratamiento que recomendaba? Nadie.
Depositamos
nuestra confianza en un médico, según las circunstancias, en base a lo que nos
dicen los amigos o por el conocimiento de unos testimonios que nos parecen, a
su vez, dignos de confianza.
En
general, nos pasamos la vida tomando decisiones basadas en una información
incompleta e imperfecta, es decir, sin disponer de pruebas ni de una certeza
absoluta.
Decidimos
habitualmente basándonos en el mejor pronóstico que nos ofrece un puñado de
indicios convergentes, nada de pruebas. Decidimos en un momento si depositar o
no nuestra confianza en alguien. En un sentido literal, brindamos nuestra
confianza por una cuestión de fe. Y si esto que hacemos de forma cotidiana con
todos los que nos rodean no es para nada absurdo, ¿por qué sería absurdo
hacerlo con Dios?
LOUIS
CHARLES
PORTAL
ALETEIA
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