Un
libro que ha tratado el tema en 2015 centrándose precisamente en la
"élite" es Dios en el laboratorio (Ediciones De Buena Tinta), de
Jacinto Peraire Ferrer. El subtítulo explica exactamente qué es lo que cubre:
"53 científicos Nobel que armonizaron fe y razón".
En
concreto, se trata de 53 científicos que son cristianos de distintas
confesiones, o judíos, o musulmanes, o creen en una Mente ordenadora detrás del
universo. Para ser exactos, 4 de ellos no obtuvieron el Nobel pero sin duda
ameritan para ello (el padre Lemaitre, el venezolano Jacinto Convit, el
genetista Jerome Lejeune y el genetista aún vivo Francis Collins).
Entre
los seleccionados hay un par de casos discutibles: Einstein creía hasta cierto
punto en una Mente ordenadora y negaba con firmeza ser ateo, pero parece que
nunca superó un panteísmo muy vago. El japonés Yamanaka, Nobel de Medicina en
2012 por su trabajo con células madre, abre caminos para una medicina ética que
no destruye embriones, pero no se aportan datos concretos de su creencia
religiosa.
Hay
algunos científicos de la lista que han sido fervorosos y practicantes casi
toda su vida. Otros han vuelto a la práctica religiosa y a la reflexión sobre
la fe en sus últimos años. Para muchos, el deseo por conocer y el asombro al
descubrir las maravillas de la naturaleza les han acercado a Dios, al Misterio
de lo Trascendente. Para la mayoría, la pregunta sobre Dios es filosófica y las
ciencias experimentales no son competentes para abordarla.
"Un
científico puede creer en Dios porque tal convicción no es una cuestión
científica", explica el norteamericano William Philips, premio Nobel de
física en 1997 por su trabajo con láseres. "Una afirmación científica debe
ser falsable, es decir, debe haber algunos resultados que, al menos en
principio, podrían demostrar que la afirmación es falsa".
"Soy
un científico serio que cree seriamente en Dios, como Creador y amigo. Hay
tantos colegas míos que son cristianos que no podría cruzar el salón parroquial
de mi iglesia sin toparme con una docena de físicos", añadía.
Joseph
Taylor, astrofísico canadiense que ganó el Nobel de Física en 1993 por
descubrir el primer púlsar binario, es cristiano cuáquero, y afirma: "No
hay conflicto entre la ciencia y la religión. Nuestro conocimiento de Dios se
hace más grande con cada descubrimiento que hacemos sobre el mundo".
Carlos
Rubbia, católico italiano que ganó el Nobel de Física en 1984 por los trabajos
que llevaron a descubrir el bosón W y Z, explicaba en el diario El País al año
siguiente: "No puedo creer que todos estos fenómenos que se unen como
perfectos engranajes puedan ser resultado de una fluctuación estadística o una
combinación del azar. Hay, evidentemente, algo o alguien haciendo las cosas
como son. Vemos los efectos de esa presencia, pero no la presencia misma. Es
éste el punto en que la ciencia se acerca más a lo que yo llamo religión”.
Otra
personalidad interesante en Dios en el laboratorio es el norteamericano Richard
Smalley, premio Nobel de Química en 1996 por su descubrimiento de los
fulerenos, y a quien el Senado de EEUU, a su muerte en 2005, consideró “el
padre de la nanotecnología”. En sus últimos años Smalley volvió a la práctica
cristiana influenciado por la lectura del astrofísico Hugh Ross y el bioquímico
Fazale Rana.
Smalley
escribió: “El propósito de este Universo es algo que sólo Dios sabe con
certeza, pero es cada vez más claro para la ciencia moderna que el Universo fue
exquisitamente afinado para permitir la vida humana. Nosotros estamos
involucrados de alguna manera crítica en su propósito. Nuestra tarea es
percibir lo mejor que podamos ese propósito, amarnos unos a otros y ayudarle a
realizarlo”.
Dios
en el laboratorio es una recopilación contundente de científicos de “élite” que
argumentan por la vía práctica (la evidencia de sus vidas) la compatibilidad
entre una cosmovisión deísta y una mente crítica que practica el método
científico. Se trata sin embargo de un librito pequeño, de 160 páginas, que al
tratar de 53 personalidades apenas puede limitarse a esbozar sus
características principales.
Añade
además declaraciones de astronautas maravillados por su viaje a las estrellas
que se vieron reforzados en su sentido de Dios (enumera entre ellos a Josu
Feijoo, Buz Aldrin, Frank Borman, Jim Lovell, Bill Anders, Alan Shepard, James
Irwin y John Geen).
Lo hace contrastándolos con la supuesta cita del astronauta ruso Yuri Gagarin desde el espacio (“No veo a ningún Dios aquí arriba”). Sin embargo, hoy sabemos que Gagarin no era ateo, sino creyente, hijo de una fervorosa cristiana ortodoxa, y bautizó a su hija Yelena poco antes de morir en 1968, en una época en que casi nadie -y menos un militar- bautizaba a los bebés. Las famosas palabras (“No veo a ningún Dios aquí arriba”) no aparecen en el registro verbatim de sus conversaciones con la base en tierra.
TOMADO: RELIGIÓN EN LIBERTAD
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