Aconfesionalidad: ¿laicismo o laicidad?
Algunos consideran que
ciertas iniciativas políticas en materia religiosa y moral en España no son
sino expresión de una sana aconfesionalidad del Estado, proclamada en el
artículo 16.3 de la Constitución española:
“Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia Católica y las demás confesiones”.
Algunos opinan que las críticas vertidas a las iniciativas mencionadas por varios sectores de la sociedad, incluidas las confesiones religiosas, especialmente, la Iglesia Católica, suponen una clara injerencia originada por la resistencia de su jerarquía a abandonar una situación de privilegio de la que gozaba en el pasado.
Ahora bien, existen al
menos dos modelos o conceptos de comprensión de la aconfesionalidad del Estado,
tal y como se afirma en la Constitución española uno denominado laicista;
otro, laicidad o laicidad positiva.
A mi modo de ver, la
distinción entre ambos modelos radicaría, más allá de apreciaciones de tipo
etimológico, en la consideración del derecho a la libertad religiosa de los
ciudadanos como parte del bien común que el Estado debe proteger y favorecer o
su contrario.
El modelo laicista
El modelo de
aconfesionalidad laicista del Estado considera necesario, como condición
indispensable para la convivencia en una sociedad pluralista, la eliminación de
cualquier versión religiosa en el ámbito público y la construcción de una
sociedad sin referencias religiosas. La democracia, opinan los defensores de
este modelo, solamente puede realizarse en un clima de estricto laicismo, en el
que las instituciones públicas excluyen la vida religiosa de los ciudadanos, y
ésta pasa a ser una actividad estrictamente privada, sin ninguna consideración
por parte de las instituciones públicas ni influencia en el desenvolvimiento de
la vida social y pública. Pero el modelo laicista no la única ni la mejor
interpretación de la aconfesionalidad del Estado, si atendemos a nuestra
Constitución. No se puede identificar aconfesionalidad de un Estado afirmando
que se defiende un país laico. Si de verdad queremos defender la
aconfesionalidad de un Estado tenemos que entender país laico en términos de
laicidad positiva.
A mi modo de ver, este
modelo erróneo de comprensión de la aconfesionalidad del Estado hunde sus
raíces en una errónea concepción de las relaciones entre la sociedad civil y el
Estado, entre lo político y lo social, entre lo público y lo privado.
De forma muy sumaria,
podríamos afirmar que el Estado, desde este modelo, es el poder que determina
el ámbito de lo político. La esfera política, representada por el Estado,
constituye la esfera pública que discurre en paralelo a la esfera social. El
Estado adquiere así una neutralidad respecto de lo no-político, de lo social.
En consecuencia, el Estado se autodefine neutral, esto es, se presenta como
válido para dejar intacto nuestro vivir social.
Ahora bien, la
contrapartida necesaria es que tampoco nuestro vivir social puede afectar al
Estado: nuestras decisiones carecen de toda trascendencia pública. Al ciudadano
se le despoja de su responsabilidad por la esfera política. El ejercicio de la
libertad del ciudadano se reduce a la elección entre lo que se propone como
mero consumidor de lo que se ofrece. Es verdad que el ciudadano tiene la
posibilidad de elegir, en el amplio mercado de cosmovisiones de vida, los
valores que considere oportunos, pero los contenidos de dicha elección son
marcados por el poder político para el ámbito público.
Desde el modelo laicista,
el ámbito público sólo es configurado por el poder político que no permite
ningún tipo de injerencia. Por esta razón, la religión o el discurso de las
instituciones religiosas debe desaparecer de la esfera pública en el respeto al
pluralismo de un Estado que no profesa religión alguna.
En efecto, las
religiones, al entrañar creencias y valores para la acción, configuran la
esfera pública, por lo que han de ser, según el planteamiento laicista,
relegadas al ámbito privado de la conciencia individual.
Por tanto, el modelo
laicista se sustenta en la idea de un Estado que fagocita y sustituye a la
sociedad civil. Sólo lo “estatal”, comprendido en clave política-partidista,
debe ocupar el ámbito público. El ejercicio explícito del derecho a la libertad
religiosa queda relegado al ámbito privado de la conciencia individual. Como
consecuencia el Estado queda “liberado” de la religión y de su influjo, pues
determina los contenidos y cánones morales en la esfera pública. De esta
manera, la esfera pública es la esfera de la a-religiosidad y a-moralidad con
respecto a los valores morales propuestos por las religiones. Sin embargo, a su
vez, la ideología laicista vierte en la sociedad sus patrones obligatorios de
conducta y comportamiento morales, lo que entraña evidentemente una profunda
transformación de la identidad cultural y social y la imposición de modelos
antropológicos y morales.
En consecuencia, desde la
perspectiva laicista, las religiones y su contenido moral que muchos ciudadanos
profesan pertenecen al ámbito privado y subjetivo con base exclusivamente
emocional. Pero la moral, justamente porque es el ámbito de las acciones humanas,
ha de poder expresarse en reglas válidas y justificables intersubjetivamente y,
por ello, no puede tener como fundamento algo individual o imparticipable como
un sentimiento o una emoción.
Esta base teórica de la
ideología laicista puede ser superada si rompemos la barrera de separación
impuesta entre lo político y lo social y hablamos en términos de reconocimiento
de la índole política de la sociedad. Afirmar que la sociedad es política por
naturaleza significa que es objeto de configuración, activa y común. Pensar lo
contrario es dejar en manos de unos pocos, la “clase política”, la
configuración de nuestra sociedad obviando que la forma que adopte nuestro
vivir social es fruto de nuestra consciente y deliberada autodeterminación
colectiva.
A esto se suma, como se
verá más adelante, que el modelo laicista de relación Iglesia y Estado no
protege suficientemente la libertad religiosa, como derecho fundamental
reconocido por la Constitución española.
La cooperación: Estado
aconfesional y creencias religiosas
La Carta Magna española
declara, en efecto, que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal,
principio de no confesionalidad del Estado, esto es, éste no asume ningún credo
como religión del Estado.
Ahora bien, de la
aconfesionalidad del Estado no se deduce que las relaciones del Estado con las
distintas confesiones religiosas se traduzcan en términos de indiferencia o
incluso oposición. Todo lo contrario, para la Constitución española
la relación del Estado con los representantes de las creencias religiosas de
los ciudadanos se articula en términos de cooperación, o dicho de
otro modo, de una laicidad positiva, por la que los gobernantes han de tener en
cuenta las confesiones religiosas que profesan sus ciudadanos[1].
Por tanto, del mandato
constitucional de cooperación del párrafo 3 del artículo 16 se desprende la
obligación de los poderes públicos de no prescindir de las creencias religiosas
de los ciudadanos españoles, como factor social y no como factor estatal, afirmándose
la interrelación entre religiosidad y grupo religioso institucionalizado. Se
podría afirmar que lo que la Constituciónespañola plasma es una cierta
valoración positiva de la realidad social religiosa. La aconfesionalidad del
Estado significaría que el Estado no asume como propia ninguna confesión o
credo religioso, precisamente para poder proteger y fomentar la religión o las
religiones que los ciudadanos quieran libremente profesar y vivir.
Con todo, ocurre que, si
el Estado es aconfesional, la sociedad no lo es, porque los ciudadanos no
quieren serlo, y es obligación, a tenor de nuestra Constitución (art. 9.2), que
el Estado promueva las condiciones necesarias para que los derechos y las
libertades sean reales y efectivas, remueva aquellos obstáculos que impidan o
dificulten su plenitud y permitan a los ciudadanos vivir conforme a sus
creencias religiosas sin agravio de nadie, en el ejercicio expreso y público
del derecho de su libertad religiosa, pues el Estado es para la sociedad, no la
sociedad para el Estado. De ahí que en un país aconfesional y en el que además
existe un pluralismo religioso (ciudadanos que profesan distintos credos
religiosos), la presencia pública de la religión reflejará necesariamente ese
pluralismo. La religión de los ciudadanos pertenece al ámbito privado, pero
también tienen derecho los ciudadanos a la manifestación pública de su
religión.
Otro punto a destacar
concierne al nivel de cooperación del Estado con cada uno de los credos que
conforman el citado pluralismo religioso. Siguiendo el hilo de la exposición,
la cooperación de los poderes públicos con respecto a las distintas religiones
y sus representantes tendrá en cuenta el número de ciudadanos que profesan un
credo religioso determinado, del mismo modo que, en el terreno político, no es
la misma subvención o ayuda la que se otorga a un partido político con una
representación ciudadana en la Cámara de los diputados de un sólo
escaño frente al partido político que obtiene más escaños. En este caso la
ayuda, presupuesto o subvención no se otorga por el simple hecho de las siglas
del partido concreto, sino porque las siglas de ese partido político
representan a un mayor número de ciudadanos de ese país.
De forma similar, el
mayor nivel de cooperación en España entre la Iglesia católica y el
Estado, con respecto a otras confesiones religiosas, no se deriva de un trato
de favor y por ende un trato de desigualdad respecto a otros credos, sino que
dicho nivel de cooperación es mayor porque la Iglesiacatólica representa a
un número mayor de ciudadanos que eligen libremente profesar privada y
públicamente la fe católica en España.
El derecho a la libertad
religiosa-aconfesionalidad del Estado
El derecho a la libertad
religiosa queda enunciado en nuestra Carta Magna de la siguiente manera:
“Se garantizará la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”, art. 16.1.
Así también, la norma constitucional dispone en materia de educación religiosa:
“Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, art. 27.3.
A tenor de este artículo el derecho a la libertad religiosa no le corresponde al Estado la determinación sobre el significado último y total de la vida humana: es competencia de los padres, de los individuos, de la sociedad.
Son los ciudadanos, en
este caso, los padres y no la imposición de un determinado gobierno los que
eligen la educación religiosa y moral que quieren para sus hijos. Son los
padres los que tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus
convicciones morales y religiosas. Por su parte, el Estado tiene la obligación
de garantizar ese derecho que asiste a los padres articulando la formación
religiosa con carácter optativo para hacer efectivo dicho derecho.
Con todo, la ideología
laicista niega el ejercicio de este derecho fundamental de los padres, de los
individuos y de la sociedad, cuando lo interpreta únicamente como declaración
de principios y no como el ejercicio de una serie de valores morales que
justamente el derecho a la libertad religiosa encierra y que, como acabamos de
señalar, el ordenamiento jurídico español recoge.
Consiguientemente, la
ideología laicista no respeta las confesiones religiosas, sino al “yo” que la
puede profesar privadamente. Las creencias religiosas son dignas de respeto,
desde la ideología laicista, no por sus contenidos configuradores del ámbito
publico, sino porque son el fruto en todo caso de una elección libre y
voluntaria, eso sí, vividos en la intimidad.
La obligación de los
políticos es discernir qué creencias son las que mejor informan la ética
pública, esto es, el Estado cooperará con aquellas confesiones que promuevan
los derechos humanos y valores como la paz, la libertad, el respeto, la
fraternidad y la solidaridad.
Con otras palabras, la
ideología laicista resulta parcial y poco apta para respetar y favorecer la
pluralidad que existe en la sociedad española en cuanto a las preferencias
religiosas de los ciudadanos, al imponer una determinada ideología que, en vez
de proteger el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos, lo restringe
y dificulta. En efecto, instruye con un programa de “laicización” de la
sociedad mediante la fuerza coercitiva del poder político, democráticamente
legitimado, que lleva consigo a que lo legal y procedimentalmente justificado
se torne moralmente legítimo.
Por el contrario, hablar
en términos de cooperación y garantías en los que la Constituciónespañola
se expresa en cuanto a la relación del Estado con las confesiones religiosas,
es diametralmente opuesto a una consideración de la religión como asunto
meramente privado que propugna el laicismo.
En cambio, la laicidad
positiva configurada por nuestro ordenamiento constitucional implica no sólo
respeto y promoción, por parte del Estado, del derecho de libertad religiosa en
su dimensión individual, sino también el reconocimiento de las confesiones
religiosas como sujetos colectivos de ese derecho de libertad religiosa, con
trascendencia social, y la atención del Estado al pluralismo de creencias
religiosas existentes en la sociedad, arbitrando cauces y medios de diálogo y
cooperación con ellas, por lo que enriquece el propio sistema democrático. El poder
político tiene que favorecer, por consiguiente, la libertad religiosa como
derecho fundamental digno de protección, no sólo en su dimensión interna, sino
también en sus manifestaciones externas, por lo que la laicidad positiva
garantiza el ejercicio de los derechos derivados del de libertad religiosa: el
derecho a recibir asistencia religiosa, enseñanza religiosa, el derecho a
contraer matrimonio religioso con eficacia civil, celebrar las propias
festividades, recibir sepultura digna de acuerdo con las propias creencias...
En este sentido, el
laicismo como ideología y actitud ante lo religioso no tiene nada que ver con
la aconfesionalidad de Estado y la solicitud y protección del derecho a la
libertad religiosa.
De esta interpretación
laicista de la aconfesionalidad del Estado se deriva que se quiera sacar la
asignatura de religión de las escuelas, sean estas públicas o privadas (a mi
modo de ver, en la titularidad del centro escolar no está el meollo de la
cuestión) y en todo caso, en los centros escolares privados o concertados
ofrecer la religión como una asignatura o actividad extraescolar, es decir,
fuera del horario escolar, como danza, patinaje, catequesis, piano…
Sin embargo, la
asignatura de religión es una asignatura escolar (obligatoria para los
colegios, pero siempre optativa en su elección), igual que cualquier otra
asignatura (con lo que ello implica), por lo tanto también evaluable. La
asignatura de religión no es catequesis ni catecismo. No va a lo emocional o al
sentimiento del alumno. La enseñanza de la religión católica no es
adoctrinamiento, ilustra a los estudiantes sobre la identidad del cristianismo
y la vida cristiana, tiene referencias bíblicas, de la historia del
cristianismo y del culto, que permiten identificar y comprender los símbolos,
las imágenes, la arquitectura y el pensamiento cristiano que ha dejado huellas
innegables en nuestra cultura y que deben ser conocidas.
Conclusiones
La exclusión de lo
religioso del ámbito público, que propugna la aconfesionalidad del Estado
entendida esta erróneamente como laicismo, comporta un importante déficit
democrático, puesto que en los países democráticos cualquier criterio moral por
contraria que sea a lo moralmente establecido como bueno políticamente, ha de
ser aceptado siempre y cuando respete las reglas democráticas, y se formulen
argumentaciones generalmente comprensibles y constitucionalmente legítimas.
La diversidad es parte
consustancial de la sociedad abierta y democrática, donde se imponen los
códigos de la tolerancia frente a la tiranía excluyente y prohibicionista de la
ideología laicista. No deja de ser paradójico que viviendo en una sociedad
relativista y subjetivista, el laicismo tenga una pretensión de absoluto, de
tal modo que el laicismo tiene su tiempo en una democracia incompleta.
Por el contrario, la
aconfesionalidad de un Estado en términos de laicidad respeta el ejercicio del
derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos. Libertad religiosa significa
tener la capacidad de manifestarse y actuar públicamente según las propias
convicciones y creencias. Libertad religiosa y correspondiente neutralidad del
Estado no significan arreligiosidad o “ateísmo” práctico del Estado. Pues un
ateísmo práctico y público no es una posición neutral ante lo religioso, sino
una actitud manifiesta de carácter anti-religioso. Se puede afirmar que el
laicismo no es un ateísmo teórico de tipo nietzscheano, sino un ateísmo
práctico, pues el laicismo no constituye como algunos pretenden una religión
civil, sino una arreligiosidad de carácter absoluto.
En definitiva, el Estado
español no es constitucionalmente laicista, sino que configura claramente un
sistema de laicidad positiva. Este modelo, plasmado en nuestra Constitución,
entraña el efectivo reconocimiento del ejercicio de la libertad religiosa como
derecho fundamental del ciudadano, a cuyo servicio el Estado ha de mantener con
las confesiones religiosas las consiguientes relaciones de cooperación.
Es urgente, por tanto,
difundir una laicidad positiva, una neutralidad positiva del Estado en materia
religiosa, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del orden
espiritual que favorezca una sana colaboración entre el Estado aconfesional y
las distintas religiones. La libertad religiosa es un derecho de los ciudadanos
cuyo ejercicio cualifica la vida y las actividades de la persona, enriquece el
patrimonio cultural de la sociedad y facilita la convivencia justa y pacífica.
O dicho de otra manera, el ejercicio del derecho a la libertad religiosa es un
bien indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y para la
consecución del bien común de la sociedad que el Estado debe proteger y
fomentar.
Por tanto, el
derecho a la libertad religiosa en un Estado aconfesional se ha de entender
como laicidad y no interpretar la aconfesionalidad en términos laicistas. La
laicidad es un modelo válido para explicar las relaciones entre el Estado y las
distintas confesiones religiosas, y para garantizar el ejercicio, por parte de
los ciudadanos, de dicho derecho.
Este derecho se concreta
en que son las iglesias y no el Estado, en virtud del reconocimiento de la
garantía del derecho a la libertad y religiosa y del derecho que asiste a los
padres a elegir la formación moral y religiosa para sus hijos conforme a sus
convicciones, las que pueden determinar el contenido de la enseñanza religiosa
a impartir.
Resumen
- No se puede identificar sin más país laico,
en los términos que este se entiende, con país aconfesional.
- Entonces, los que dicen que España es un
país laico, habrá que preguntarles qué entienden por país laico. Desgraciadamente
identifican la aconfesionalidad con laicismo. Cuando hablan de un país
laico lo hacen en términos de laicismo.
- El laicismo no respeta el derecho a la
libertad religiosa de los individuos.
- ¿Qué es el espacio público? Acaso ¿no es
lugar de todos los ciudadanos? Por lo tanto, la religión no solo pertenece a
esfera privada de los ciudadanos. Tiene manifestaciones también públicas.
- La contratación laboral de los
profesores de religión corre a cuenta de la Administración educativa.
- Esta contratación, en el
sector público, no está vinculada a criterios religiosos o confesionales.
- Los profesores de religión no son
remunerados por las confesiones religiosas, sino por la Administración educativa
con las que tiene suscrito un Convenio.
- El Estado asume la impartición de la
enseñanza religiosa en los centros educativos y su financiación.
- Los profesores de religión, presentados los
posibles candidatos por la Autoridad religiosa ((en caso de la
Iglesia Católica, atendiendo a la idoneidad académica (D.E.C.A.= Declaración
Eclesiástica de Capacitación Académica) y eclesial exigidas)), son
contratados, cada curso escolar, por las autoridades académicas.
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[1] Acuerdo entre el Estado Español y la
Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, de 3 de enero de
1979. La Ley 24/1992, de 10 de noviembre, aprueba el Acuerdo de
Cooperación del Estado español con la Federación de Entidades
Religiosas Evangélicas de España. La Ley25/1992, de 10 de noviembre,
aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Federación de
Comunidades Israelitas de España. La Ley 26/1992, de 10 de
noviembre, aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Comisión
Islámica de España.
Roberto Germán Zurriaraín,
profesor de Didáctica de la
Religión de la Universidad de La Rioja
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