No
es fácil el momento social que vivimos, ni el político, ni el económico. La
globalización ha entrado de lleno en el mundo y una ola de problemas urgentes
demandan soluciones también urgentes. Pero, en muchas ocasiones, ni llegan ni
se les esperan. Y mientras tanto, los problemas se van convirtiendo en
situaciones degradantes. Uno de los caballos de batalla, siempre a la espera
para saltar al ruedo, es el de la laicidad. En unas sociedades plurales como
las nuestras, a menudo se invoca la laicidad, no siempre con claridad de
conceptos y de intenciones. Laicidad significa que las confesiones y el Estado
están separados. Sin embargo, esta separación no es beligerante con las
iglesias, al contrario, lo que de verdad se persigue es una sana cooperación al
servicio de la persona. La laicidad es una manera que tienen los poderes
públicos de configurarse como tales, ya que así se garantiza la identidad civil
y de rebote la identidad religiosa de las iglesias y tradiciones religiosas,
independientemente de las diferentes opciones políticas. Sin embargo, hay que
evitar que la laicidad se convierta en laicismo. La libertad religiosa es un
derecho de la persona y, en cambio, la laicidad es un principio de ordenamiento
constitucional y ésta debe estar sometida a aquella y no al revés. La
"Liga por la laicidad", por ejemplo, afirmaba que "el hecho
religioso debe entenderse como un asunto que pertenece a la estricta esfera
privada de los individuos y a la relación que éstos quieran mantener con sus
respectivas comunidades de creencia". He aquí una visión reductiva de la
religión. Se olvida que toda religión tiene una proyección social y quiere
actuar en el ámbito público. En este sentido, son clarividentes e iluminadoras
las palabras del Papa Francisco: "Nadie puede exigirnos que releguemos la
religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la
vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de
la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los
ciudadanos". ¿Quién pretendería en cerrar en un templo y acallar el
mensaje de san Francisco de Asís o de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no
podrían aceptarlo. Una auténtica fe --que nunca es cómoda e individualista--
implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar
algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra". (La alegría del
evangelio, 183). La laicidad debe llegar a ser un valor como la justicia, la
igualdad, la paz, la solidaridad y la libertad. Jamás estos valores han sido
neutrales. Se piensa que la laicidad significa neutralidad de los poderes
públicos hacia las religiones y eso es falso. Los derechos humanos no pueden
ser neutrales, al contrario, deben potenciarse y ordenarse, porque están al
servicio de las personas. Atrevámonos a pensar con claridad.
ANTONIO
GIL (16/02/2014)
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