EL RINCÓN DE FERNY

jueves, 14 de noviembre de 2013

EN QUE CONSISTE LA EXPERIENCIA DE DIOS

DEPARTAMENTO. RELIGIÓN.  BREVE REFLEXIÓN SOBRE DIOS Y SU EXPERIENCIA.

En todas las lenguas conocidas existe una palabra para designar lo que de forma más o menos acertada llamamos “Dios”. Y en todos los tiempos, los hombres, ante el asombro provocado por la belleza y el orden de este mundo y de este universo, espoleados por las realidades de la vida y de la muerte, por las preguntas del “por qué” y del “para qué”, han buscado caminos que les descubran ese misterio último. Sin embargo, el misterio de Dios no es pura oscuridad. Es luz... que nos deslumbra, y que nos obliga a pensar y a buscar. Y también a creer, porque Dios no es una evidencia, sometida al control de los sentidos. Es Alguien, que sólo puede ser encontrado en la fe, y del que sólo podemos hablar con metáforas o símbolos, con imágenes, que se ven siempre desbordadas, porque nunca serán totalmente adecuadas para expresar la Realidad última: no podemos prescindir de las imágenes sin permanecer mudos, aunque nunca podremos identificar a Dios con ninguna de nuestras imágenes. Sobre Dios no hay que guardar silencio absoluto, pero sobre Él sólo podemos hablar análogamente, comparativamente. Dios no forma parte de nuestra realidad mundana. Es el presupuesto incondicionado de todo lo que existe, y nuestro saber no puede disponer de Él, como si se tratase de un objeto entre otros objetos. Es el fundamento último del que vivimos, en el que realmente nos comprendemos, y en el que morimos. En la cuestión de Dios se juega el sentido de nuestra vida y de nuestra muerte, el sentido de nuestra historia y de toda la realidad. Y los cristianos confesamos que en Jesús de Nazaret, el Cristo, hemos descubierto el rostro de ese Misterio. 
El Dios que anuncia Jesús Judíos, cristianos y musulmanes creemos en el Dios misericordioso de Abrahán, Isaac y Jacob. Para nosotros los cristianos, sin embargo, Jesucristo es la revelación definitiva de Dios, el mediador por excelencia de su Misterio de amor y de salvación, porque Jesús, según la fe cristiana, pertenece esencialmente a ese Misterio: lo confesamos el Hijo de Dios. Por eso acostumbramos a decir que creemos en el Dios de Jesús. Cuando se analizan los evangelios desde el punto de vista histórico, se descubre que la experiencia de Dios que tiene Jesús, es una experiencia singular, única, original, exclusiva en su contexto religioso judío. Jesús no se puede entender sin Dios. En casi todas las religiones antiguas la idea de Dios como Padre de los hombres está presente con matices diversos, interpretándose incluso en el sentido biológico de procreación. En el Antiguo Testamento, a Dios se le llama Padre en ciertas ocasiones, dejando claro, sin embargo, que se trata de una relación paternal con el pueblo o con el rey de carácter adoptivo, por elección de Yahvé. Y en el judaísmo antiguo la designación de Dios como Padre no aparece como algo central. En el caso del vocablo arameo abba, utilizado por Jesús, podemos decir que en el judaísmo más o menos contemporáneo a los orígenes cristianos, no se utiliza ni para designar a Dios ni para invocarlo. Esa palabra procedería del balbuceo infantil como nuestro "papá", y debiera ser traducida por la expresión "padre querido". Con esta palabra se dirigían los niños en la intimidad familiar a su padre, y también la empleaban los adultos en la relación con personas de especial veneración: abba se usaba en diversas situaciones de la vida cotidiana con una connotación afectiva especialmente acentuada. Jesús, con gran sorpresa para la gente, utilizó este término para hablar de Dios y para dirigirse a Él. Abba supone confianza y obediencia, abandono en Dios y reconocimiento de su soberanía, una experiencia única y original de la inmediatez de Dios. Jesús se siente el Hijo y lo percibe como Alguien muy cercano, directamente accesible, en una familiaridad espontánea. Jesús experimenta a Dios como el poder que genera vida, que sólo quiere el bien y que se opone a todo lo que hace daño al ser humano. Es el Dios creador que alienta e impulsa todo lo que existe: “Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mt 6, 26). 
En medio de una historia humana llena de dolor y esperanzas nunca cumplidas, Jesús confía en la ternura de Dios. Y esa confianza es la clave de su libertad sorprendente e insobornable frente a la ley y a los poderosos, libertad vivida como servicio y entrega total hasta la muerte. Jesús anuncia a Dios como salvación integral y definitiva. Dios no es el enemigo del hombre. Dios le libera de las cadenas que atan su corazón y su conciencia: el pecado, el egoísmo, el odio, el miedo, el legalismo, la angustia, la desesperanza... El Dios de Jesús no es un verdugo al acecho de nuestros errores. Es el Padre que quiere nuestra felicidad y nuestra salvación: “Jesús los oyó y les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los que se encuentran mal. Id y aprended lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13). Dios es aquél que ama y perdona sin límites. El cristiano manifiesta su condición de hijo de Dios, cuando deja arraigar en su corazón los sentimientos de Dios, cuando ama y perdona: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados” (Lc 6, 36-37). Y el perdón desactiva el odio y ofrece un espacio donde hace germinar una nueva vida. El Dios de Jesús es también un Dios sorprendente y desconcertante, que rompe nuestros esquemas y nuestros planes. Jesús lo sintió en su propia carne en la soledad terrible de Getsemaní, cuando vio cómo se acercaba la muerte: “Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejase de él aquella hora. Decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14, 35-36). El Dios de la salvación y de la misericordia sigue siendo un Misterio: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos - oráculo del Señor-. Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los vuestros y mis planes de vuestros planes” (Is 55, 8-9). Pero ese Misterio es, en la experiencia de Jesús, un Misterio de amor: ofrece un futuro a todos los que carecen de él. Transforma el corazón del ser humano por la fuerza de una esperanza, que va más allá de la muerte. En libertad y responsabilidad, el cristiano se pone en camino hacia el futuro sorprendente de Dios, que desbordará nuestras expectativas y esperanzas. La fe no nos evita las experiencias del desierto o de la oscuridad, de la soledad o del sufrimiento. Pero es la luz que ilumina el denso misterio de la vida y del corazón humano. La fe nos descubre a Dios como Alguien en quien se puede confiar y en quien se puede uno abandonar, porque el futuro está en sus manos y es obra de su misericordia infinita: “No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes. Bástale a cada día con su afán” (Mt 6, 34). Dios trinitario: Dios Padre, Dios Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y Dios Espíritu Santo Ante esta afirmación de la fe nos sentimos, a veces, desconcertados: el Misterio de Dios parece convertirse en un enigma. Sin embargo pronunciamos con frecuencia esta confesión de fe en la realidad trinitaria de Dios, cuando hacemos la señal de la cruz: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Y esta fórmula es una síntesis de nuestra fe, del centro y del fundamento de todo el misterio cristiano: a través de la experiencia de Jesús, desde la fe en Jesús el Señor, nosotros descubrimos al Padre como misericordia infinita, que se revela en Jesucristo, por la fuerza del Espíritu Santo. ¿Quién es Dios? ¿Una mónada solitaria? ¿Un cometa helado y extraño, que alguna vez se cruza por nuestra vida, volviendo siempre a la soledad y oscuridad de su misterio impenetrable? Creer en la Trinidad de Dios es aceptar que Dios es amor, encuentro, comunión de personas, que en Él se realiza el sueño imposible del corazón humano: ser uno mismo, original y único, en la comunión total con los que nos aman. Nos podemos apoyar en esta experiencia del amor humano para acercarnos a los aledaños de esa verdad cristiana: la persona se encuentra a sí misma, cuando “se pierde por amor”, se enriquece y madura cuando “se vacía por amor”. Este amor es fecundo, crea vida. Y, a veces, desde la paradoja y la poesía, el que ama y el amado contemplan ese Amor como una realidad que ha hecho que se encuentren, que se entreguen el uno al otro, que sea posible la comunión de los corazones en el respeto de la originalidad de las personas.
 Pero esto son sólo pálidas y pobres imágenes de la realidad del encuentro y del amor en el seno de Dios. Intentando hablar de este misterio con nuestras limitadas palabras, podríamos expresar esta verdad nuclear de la fe, diciendo que el Padre no recibe el ser de nadie, Él es el Absoluto, la Fuente desde siempre. Dios Padre como amor infinito se entrega totalmente a Otro, al Hijo. En esto consiste su ser como misterio inaudito de poder y de generosidad. El Hijo, como “Luz nacida de la Luz, como Dios verdadero nacido del Dios verdadero” recibe del Padre todo lo que es, en una actitud de dependencia radical. ¿Y el Espíritu? Él es el Amor mismo con el que el Padre no cesa de engendrar a su Hijo, y con el que el Hijo no cesa de amar al Padre. El Espíritu es el ser personal, vínculo de amor y de vida, que identifica y une al Padre y al Hijo en una misma esencia. Atreviéndonos a describirlo con una imagen, que ilumine algo ese Misterio de amor: el Padre es comunicación plena de vida infinita, es manantial que se desborda y derrama su agua, haciendo brotar el río, que es el Hijo, cuyo caudal es todo lo que el manantial le da. Así el Hijo es igual al Padre, unidos por la misma corriente de vida en una identidad plena y total (“El Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 10, 30), porque “¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Jn 14, 10)). Y al mismo tiempo hay distinción entre ambos: el manantial no es el río, aunque el agua que corre por el río no sea otra que aquella que brota de la fuente: “El Padre es mayor que yo” (Jn 14, 28). Y el Espíritu tendría que ser contemplado como el “agua viva” que surge del manantial y que corre por el cauce del río. La experiencia cristiana de Dios Hablar hoy de la experiencia de Dios no resulta fácil: por la complejidad del término “experiencia”, que tiene diversos significados; por la confusión que reina sobre él en el campo religioso; por las dificultades que crea a la experiencia religiosa uncontexto cultural, condicionado por la increencia, por la mentalidad empirista y positivista, por el influjo difuso de la llamada “nueva religiosidad” con un concepto de “experiencia religiosa” totalmente subjetivo y de tintes irracionales, y porque en la llamada “experiencia de Dios” hablamos de “experimentar” un Misterio que se escapa a nuestros controles humanos. Conviene tener claro que cuando tratamos de la experiencia religiosa, no estamos proponiendo algo puramente sentimental o emotivo. La experiencia, como la entendemos aquí, se contrapone a la especulación pura, pero siempre ha de incluir la razón. Consideramos la experiencia como un conocimiento vital de la realidad, que se podría describir como un “encuentro” entre mi persona (con su inteligencia, con su voluntad, con su afectividad, con su propia historia) y algo o alguien que está ahí, que no es creado por mí. Y en ese encuentro me siento afectado, transformado en mayor o en menor medida. Entendiéndola así, la experiencia no puede ser presentada como algo puramente subjetivo. En toda experiencia humana profunda (experiencias de confianza, amistad, amor, experiencias de sufrimiento, experiencias estéticas o religiosas...) hay una dimensión objetiva: la realidad que me sale al encuentro. Y en estas experiencias, por su misma riqueza y complejidad, son necesarios el símbolo y la interpretación. El símbolo actúa como un “puente” que me conduce a los estratos profundos de la realidad. Pero el símbolo no es un simple signo arbitrario, no es como una señal de tráfico, diseñada de forma totalmente libre y creativa, para expresar una indicación o prohibición. El símbolo es algo concreto (p. ej., el agua), a lo que se vinculan de forma inmediata ciertas experiencias humanas (la sed, la vida, la muerte...). La presencia del símbolo rompe la superficie de la realidad y nos desvela estratos profundos de ella. Y así los símbolos del “azúcar blanca” o “negra sal” nos iluminan las sorprendentes paradojas del “amor de hombre”, como cantaba el grupo Mocedades. Toda experiencia es una experiencia interpretada.
¿Por qué? El ser humano que se abre a un encuentro con un poema, con un acontecimiento, o con una persona percibe esa realidad desde su propio horizonte de comprensión, desde los condicionamientos de su contexto sociocultural, desde sus preocupaciones vitales, es decir, desde un marco interpretativo propio. Pero interpretar no significa inventar o crear, sino profundizar en la realidad desde una perspectiva determinada. Por eso el sujeto debe ejercer una consciente autocrítica y utilizar controles externos a la experiencia, de manera que la realidad que se ofrece en ella no sea traicionada ni mutilada, y pueda ofrecer su mensaje auténtico. No conviene olvidar nunca que Dios no se deduce de la experiencia, que no es fruto de ella. Pero sólo puede ser descubierto desde una experiencia humana. En toda experiencia religiosa podemos hablar de cierta estructura básica: un sujeto tiene un encuentro o una relación con una realidad que cree trascendente, que se le impone como lo último y definitivo, con unas consecuencias determinantes para su persona y su vida (cambio de actitud, transformación interior, conversión...). Esta experiencia religiosa está mediada por símbolos y necesita de la interpretación (creyente) del sujeto para discernir su sentido religioso. En el cristianismo los elementos esenciales de la experiencia religiosa son: la experiencia del Dios vivo de Abrahán, de Isaac y de Jacob, en el encuentro con Jesucristo, bajo la guía del Espíritu Santo, por la mediación de la Iglesia. Cuando hablamos de la experiencia cristiana de Dios no estamos tratando de la experiencia de una trascendencia anónima o de un absoluto sin rostro (como es el caso de las llamadas experiencias cumbre o experiencias oceánicas). Es el Dios que se revela en la historia de  un pueblo, Israel, a través de múltiples experiencias de revelación a lo largo de los siglos. Pero los cristianos confesamos que en Jesucristo se nos revela definitivamente Dios. Jesús es el mediador último y definitivo de su Misterio. En el seno de la Iglesia, a lo largo de los siglos, a través de la Palabra de Dios y de los sacramentos, por medio de la transmisión de la fe, con el testimonio vivo de los cristianos coherentes, tiene lugar, con los condicionamientos culturales y sociales propios de cada época, la experiencia de Dios, que nos revela su rostro y el sentido de su Misterio de amor en el rostro de Jesús crucificado y resucitado. Se trata de una experiencia personal con una esencial dimensión comunitaria, eclesial. El Espíritu Santo guía y sostiene el corazón del que busca, consciente o inconscientemente, ese encuentro con el Misterio de Dios. El Espíritu es la brújula que nos orienta y la luz que nos ilumina el camino hacia esa experiencia del Dios de Jesucristo. Dicho con otras palabras: la experiencia cristiana es la experiencia de un encuentro con Dios, que no es simple consecuencia de mi búsqueda y de mi esfuerzo, sino el descubrimiento iluminador de Alguien, que desde siempre me amó, que ya me había encontrado, antes de que yo me hubiera decidido a buscarlo. Dificultades y posibilidades para la experiencia de Dios hoy En la transición cultural, en la que está inmersa la sociedad española desde hace años, interactúan, entre otros factores, tres elementos decisivos: los valores de la tradición, los valores de la modernidad, y los valores de la posmodernidad. Es esta sensibilidad posmoderna, sin embargo, la que está configurando de forma significativa el perfil humano de la actual generación, especialmente de la gente joven, y dificultando el acceso a la experiencia religiosa, al dirigir las preocupaciones vitales de amplios sectores de la población hacia el consumo y el placer, hacia la preocupación por la imagen y el bienestar psicológico, en una atmósfera de desconfianza de la razón, de fragmentación ideológica y existencial, de rechazo de los “grandes relatos” (sistemas ideológicos o credos religiosos), de inseguridad ante el futuro, de relativismo e individualismo . Se detectan signos de un deseo real de fundamento y de sentido y, sin embargo, nos vemos sumergidos en un consumismo inconsistente. Se anhela ardientemente comprensión, fidelidad, ternura y se huye al falso paraíso de un hedonismo individualista y narcisista. Se pretende poner a salvo la vida cotidiana de la injerencia desmedida de los poderes anónimos de la política y de la economía, y se busca la solución en el refugio de una privacidad intimista, que aísla de los demás. 
Se plantean, de una u otra forma, preguntas candentes sobre el ser humano, sobre la vida, sobre los límites del progreso científico, sobre la marginación social, sobre las nuevas pobrezas y las viejas plagas del hambre, de la violencia, de la miseria, pero se tiene, al mismo tiempo, la impresión de estar vagando, impotentes, por un escenario de ruinas y restos de ideologías y de jerarquías de valores. Hay que reconocer, sin embargo, que desde principios de los años 90 se perciben tendencias sociales que indican un cambio significativo en la sociedad española: están ascendiendo de forma notable los valores posmaterialistas. Se desea y se busca más humanización y personalización, más participación en la vida pública y más libertad de expresión, un entorno humano y natural más bello y ecológico. Y las prioridades que más suben en los últimos años y que van a marcar posiblemente el futuro inmediato de la sociedad española responden a un esquema de valores posmaterialistas: la vida sencilla y natural, la vida familiar, la realización personal del individuo... Se confía menos en el desarrollo científico y tecnológico, y se da menos importancia al dinero como tal. Asistimos a cierto declive del materialismo craso, según estos análisis, y los intereses prioritarios se sitúan en el estadio superior de la jerarquía de necesidades del individuo: en el área de lo espiritual, de lo simbólico y de lo estético. El sociólogo Rafael Díaz Salazar pone en este punto una nota crítica que conviene tener en cuenta: “En España hay una emergencia significativa de estos valores como aspiraciones vitales, aunque todavía dichos valores están más presentes en el universo simbólico de nuestros ciudadanos que en las realizaciones prácticas”. Hay datos que confirman esta aspiración hacia valores más espirituales en la actual generación juvenil. Se descubre la existencia de experiencias humanas significativas (entre ellas, su fascinación ante la «grandeza y belleza de la naturaleza y del mundo») que rompen la rutina cotidiana, apuntando hacia la dimensión religiosa. Quizás sea más sorprendente la importancia que tiene para los jóvenes la cuestión del «más allá» como apertura al infinito y como rechazo de la finitud. Por otro lado, se ha descubierto, por primera vez en una encuesta masiva, algo muy significativo: casi 6 de cada 10 jóvenes afirman tener experiencias de oración, fuera del ámbito de la misa, frente a un 42% que dicen que no rezan nunca o casi nunca. Sin embargo, conviene discernir estos datos con prudencia, ya que en los últimos años ha ido disminuyendo el número de jóvenes que se consideran a sí mismos creyentes en el Dios de la fe cristiana ¿Y cómo podrían una madre, un padre, un educador cristiano sensibilizar y alentar en estos momentos a la experiencia de Dios? En primer lugar, serían necesarias ciertas actitudes para poder acompañar al niño, al adolescente y al joven en el camino hacia una personal experiencia de Dios. Es imprescindible tener una profunda conciencia misionera: sentirse enviado a los destinatarios de nuestra labor educativa, con capacidad de comunicación y encuentro, para facilitarles el descubrimiento en sus vidas del amor de Dios, revelado en Jesucristo. Para ello se necesita una actitud de comprensión, que implica cercanía afectiva, simpatía (en su sentido más original) hacia esos chicos. Desde la lucidez y desde la compasión habrá que intentar con paciencia descifrar las claves de su vivir diario, siendo conscientes de la pluralidad de situaciones, en las que se encuentran, de la diversidad de sus actitudes frente a la cuestión religiosa, y procurando crear los cauces más adecuados para el anuncio de la fe. Y esto no sería posible sin una actitud tolerante. La tolerancia no significa ausencia de compromiso, ni indiferencia, ni permisividad, ni un relativismo, en el que nada pueda ser afirmado como verdad objetiva. 
La tolerancia es primordialmente una actitud de respeto y de aceptación incondicional de todo ser humano, como dato previo a toda confrontación de opiniones. No debemos contemplar la tolerancia como una dejación de principios o de contenidos doctrinales, sino como un valor ético, que nos urge al reconocimiento del adolescente o del joven en su realidad original, al reconocimiento de sus convicciones, de su derecho a la búsqueda y a la duda. Hoy no se puede entender la educación, y menos la educación en la fe, sin una generosa actitud de diálogo, que sólo es viable si se renuncia al autoritarismo, a la imposición, si se actúa con honestidad vital e intelectual, no dejándose llevar por prejuicios frente a la juventud, pero sabiendo señalar los límites que no pueden ser traspasados. Tendremos autoridad moral ante los jóvenes, si somos creíbles, si se da coherencia entre los principios que enunciamos y nuestro comportamiento, sobre todo en la relación con los alumnos, si logramos ofrecer un testimonio auténtico de nuestra experiencia de fe, apoyado en una vida consecuente. Dando por supuesto el compromiso serio con una enseñanza religiosa (o en su caso, con la catequesis parroquial o extraescolar), que esté bien fundamentada, que sea impartida con habilidad didáctica y con recursos pedagógicos, habría que emprender ciertas iniciativas educativas para sensibilizar a los adolescentes y jóvenes a la experiencia de Dios: - ayudando a crear actitudes críticas en el uso de los medios audiovisuales - educando en la sensibilidad frente a los símbolos estéticos y religiosos - introduciendo en la comprensión del lenguaje religioso - formando al silencio, a la reflexión, a la escucha, al sentido de lo gratuito - sensibilizando a la belleza de la naturaleza y del cosmos, desarrollando la capacidad de admiración y de asombro - despertando el deseo frente al Misterio que subyace a toda la realidad - sensibilizando a la experiencia de lo humano, a la compasión, a la solidaridad, pues el hombre es lugar privilegiado para el encuentro con Dios - ayudando a descubrir el papel decisivo de la Iglesia para la fe Lo que hemos de lograr es que el chico o la chica se vayan abriendo a la inevitable pregunta por el sentido, tomando conciencia de lo que significa ser finito, limitado, efímero, y al mismo tiempo, descubriendo su ansia de sentirse anclado sólidamente en la existencia, su anhelo de infinito, el deseo ardiente de una aceptación incondicional, que anida en todo corazón, ya que la experiencia religiosa consiste esencialmente en captar en la historia la presencia de Dios, revelado definitivamente en Jesucristo, encontrando en esa presencia el sentido del misterio de la vida y el fundamento de la existencia. Y, por último, algunas preguntas difíciles sobre Dios ¿Es Dios omnipotente? Que Dios es todopoderoso parece ser una “evidencia” cuando se cree en Dios. ¿O se podría imaginar una divinidad sin omnipotencia? Resulta frecuente, aunque a veces sea de forma inconsciente, identificar ese poder total de Dios con la imagen de un Dios soberano absoluto, señor de vidas y haciendas, capaz de cualquier capricho. No puede ser así. La omnipotencia de Dios debe ser pensada e interpretada desde la misericordia. Es la omnipotencia de su bondad infinita. 
Si Dios es amor entrañable que se entrega totalmente (y en este punto es omnipotente), entonces no tiene más remedio (porque Él lo ha querido) que respetar la libertad de esa criatura, que es el ser humano, que ha creado inteligente y libre. Ya Dios no puede interrumpir los procesos dinámicos de esa libertad, porque no sería pensable un Dios caprichoso e incoherente con las decisiones de su creación. Y así su amor pone límites a su omnipotencia en la historia, ofreciéndonos la realidad de un amor, aparentemente, impotente. Jesús muere porque los hombres matan. Y Dios guarda silencio (¿impotente?) ante el misterio de una libertad usada para el mal. En la cruz se encuentran el amor todopoderoso de Dios, que libera a los hombres del pecado, del mal, de la muerte, y la omnipotencia crucificada de Dios, que en esta historia tiene las manos aparentemente atadas ante la libertad humana. ¿Por qué aparentemente si su impotencia es “evidente”? Porque el amor de Dios tendrá siempre la última palabra sobre nuestra vida, sobre nuestra historia, sobre nuestro destino: en el máximo respeto hacia nuestra libertad y responsabilidad, que pueden plantarse en contra de Dios, su amor es capaz de transformar todo corazón humano, que deje una rendija abierta a su infinita paciencia, a su infinito perdón. Así su omnipotencia será, a nuestros ojos, realmente posible cuando su amor haya llenado de sentido toda la creación en su consumación total y definitiva. ¿Entonces cómo actúa Dios en la historia? La respuesta a esta pregunta es fácil y, al mismo tiempo, tremendamente difícil: Dios actúa en la historia... como Dios. Y volvemos a empezar: ¿Y cómo actúa Dios? La reflexión anterior sobre la omnipotencia nos puede ayudar: Dios interviene en nuestra historia desde el amor entrañable y desde el respeto a la libertad humana. Pero Dios no es un objeto entre otros objetos, ni una causa más en el entramado de este mundo empírico. Dios es el Misterio trascendente, y, al mismo tiempo, el Misterio cercano que, en el corazón de la realidad creada, lo sostiene todo con su Espíritu de Vida. Lo sostiene todo, respetando sus procesos y dinámicas que Él ha desatado con su palabra creadora. En el evangelio de Lucas se nos apunta hacia la respuesta, que creemos acertada: “¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra?, o si le pide pescado ¿le dará en vez de pescado una serpiente?, o si pide un huevo ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan” (Lc 11, 11-13). La acción providencial de Dios se ejerce especialmente en lo profundo del ser humano, por la presencia real y misteriosa de su Espíritu, que sin anular la libertad humana, sino más bien potenciándola, transforma su corazón, si no se resiste mediante una elección consciente y libre por el mal, para la búsqueda de la verdad y para la realización del bien en esta historia. Las personas buenas, que dejan que actúe el amor de Dios en su corazón, aunque conscientemente ni siquiera sepan su nombre, son las manos de Dios en este mundo. El llamado silencio de Dios no es un signo de su ausencia, sino un signo de la discreta presencia de su amor incondicional y paciente, que va transformando misteriosamente el corazón del hombre y el corazón de la realidad, como la levadura en la oscuridad de la masa. ¿No es Dios también juez? Pero ¿si Dios es benevolencia y ternura, pura misericordia que acoge y perdona sin limitaciones no eliminamos la responsabilidad, el compromiso ético del hombre ante Dios? No. Sólo lo situamos en un contexto distinto y más significativo. El imperativo ético no es el cumplimiento de la exigencia de un juez legislador, sino la respuesta del hijo a un amor primordial, que lo amó siempre primero. La imagen de Dios como juez, metáfora humana para hablar de la justicia divina, ha de ser utilizada e imaginada desde la misericordia infinita: esa imagen más que decirnos quién es Dios, intenta describirnos la seriedad de nuestra decisión ante la oferta de su ternura. En las parábolas de Jesús de la “oveja perdida” (Lc 15, 4-7), de los “trabajadores de la viña” (Mt 20, 1-16), del “hijo pródigo” (Lc 15, 11-31), descubrimos con sorpresa cómo Dios no obra en contra de su justicia, sino superando con su misericordia su posible justicia. Y las parábolas del “siervo sin entrañas”, que no perdona su pequeña deuda (Mt 18, 23-35), o de “los talentos” (Mt 25, 14-30) nos hablan de la frustración de la generosidad de Dios, que no encuentra respuesta en la actuación inmisericorde y raquítica del hombre. Según el mensaje del evangelio en su conjunto, podemos decir que no es Dios quien condena según unas normas estrictas, sino que es el ser humano el que, negándose a la aceptación del amor benevolente y misericordioso de Dios, se condena a sí mismo al cerrar su corazón a la salvación y a la gracia. ¿Sufre Dios? En la fe, que contempla cómo Jesús experimenta la noche oscura de la muerte injusta y cruel en la cruz, descubrimos que Dios no es ajeno al sufrimiento. 
Dios está presente en la historia del dolor humano, haciéndose solidario con el hombre que sufre. El dolor ya no es la prueba de su ausencia, sino el lugar paradójico de su presencia misteriosa. Jesús, el Hijo de Dios, apura hasta las heces amargas la copa del destino humano. Pero ¿sufre Dios en la eternidad? No podemos pensar que esté sometido al dolor, como nosotros nos sentimos sometidos a él. Entonces Dios no sería Dios. Cuando la Biblia nos habla de forma metafórica de las “entrañas de Dios”, nos está diciendo que no es una divinidad estática, inerte, indiferente, sino que es Alguien que se conmueve, que tiene compasión, que siente el sufrimiento de los inocentes, de los pobres, de los fracasados en la historia. “Su amor le hace sufrir”: estas o parecidas palabras expresarían, de forma humana, la ternura entrañable de Dios que siente como suyo el dolor de sus criaturas. Sólo el que ama sin condiciones conoce de verdad la amargura del sufrimiento humano.
Antonio Jiménez Ortiz (Publicado en Proyección 48(2001) 21-32)
PREGUNTAS
 1. Indica las diferentes posturas que se dan en el debate entre ciencia y fe, y los argumentos de cada una de ellas.
 2. Señala los argumentos principales del autor de este artículo.


3. Opinión personal.

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