“Para
que los jóvenes no se revuelvan contra el sistema, hay que evitar que procreen;
y para evitar que procreen es preciso el control de daños del aborto.”
Y
aún me atrevería a decir que indispensable para el sistema: lo necesita como
control de daños último para sostener sus cimientos, para mantener en pie su
edificio de iniquidad. Adam Smith ya intuyó que cuanto mayor fuese su prole,
más imperiosamente reclamaría el trabajador una subida de su salario, pero
sería Thomas Malthus quien defendiese sin ambages que el mejor modo de evitar
que los trabajadores tuviesen demasiados hijos era mantenerlos en la pobreza.
David Ricardo, más brutalmente todavía, llegó a formular la conocida como «ley
de bronce de los salarios», según la cual los salarios tienden «de forma
natural» (nótese el sarcasmo) hacia un nivel mínimo que se corresponde con las
necesidades de subsistencia de los trabajadores; cualquier incremento de los
salarios por encima de este nivel –proseguía David Ricardo– provoca que las
familias tengan un número mayor de hijos. Aunque el economicismo clásico no se
atrevió a recomendar la anticoncepción como recurso para lograr que los
salarios tiendan «de forma natural» hacia su nivel mínimo, es evidente que la
idea planea sobre sus teorías como la sombra de un ave carroñera.
Será
el movimiento eugenésico el que finalmente se atreva a formular la ecuación,
que Margaret Sanger resume en una frase azufrosa: «Lo más misericordioso que
una familia humilde puede hacer por uno de sus miembros más pequeños es
matarlo». Pero al movimiento eugenésico, financiado por Rockefeller y otros
plutócratas de la época, le cayó encima el sambenito del nazismo; y tras la
Segunda Guerra Mundial el sistema decidió que, si deseaba conseguir que los
trabajadores tuvieran pocos hijos para poder pagarles salarios birriosos,
tendría que recurrir a otra retórica menos expeditiva. La encontró en la
llamada «liberación sexual», aquella religión profetizada por Chesterton que a
la vez que exalta la lujuria prohíbe la fecundidad. Se trataba de inculcar en
los trabajadores a los que previamente habían arrebatado todos sus derechos
laborales (derecho a un salario digno, derecho a un trabajo estable, derecho a
formar una familia, derecho a permanecer en su tierra, derecho a alimentar y
educar a sus hijos) la creencia psicopática de que el derecho a follar sin
tener hijos era mucho más importante. No hizo falta sino fomentar la
inmoralidad y revolver a la mujer contra su propia naturaleza para lograr aquel
prodigio de iniquidad: al fin el sueño patrocinado por Rockefeller se había
hecho realidad de modo insospechado, con los trabajadores convertidos en
cipayos cretinizados que se creían más libres que nunca por poder follar sin
tener hijos, mientras «de forma natural» se les remuneraba con salarios
ínfimos.
La
víspera de la manifestación contra el aborto se hacían públicos unos datos
escalofriantes que nos indican que un tercio de los asalariados españoles
cobran poco más de seiscientos euros al mes. Y esta situación ignominiosa se
hace mucho más habitual entre los trabajadores en edad de procrear: un 86% de
los jóvenes menores de 18 años, un 75% de los que cuentan entre 18 y 25 años y
un 38% de los que se hallan entre los 26 y los 35. Para que esos jóvenes no se
revuelvan contra el sistema, hay que evitar que procreen; y para evitar que
procreen, amén de la religión profetizada por Chesterton, es preciso el control
de daños del aborto. Por eso todos los gobernantes al servicio del sistema mantendrán
el aborto; y por eso cualquier político que quiera de veras plantar batalla al
aborto (y con el concepto prostituido de libertad sobre el que se funda) deberá
empezar por restablecer la justicia social, con salarios dignos que cubran las
necesidades del trabajador y de su familia. Todo lo demás es arar en el mar.
©
Abc
Juan Manuel
de Prada
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