La
aprobación a finales del pasado año de la Lomce y su nueva regulación de la
asignatura de Religión ha vuelto a generar polémica en los distintos agentes de
la comunidad educativa. Como en otras ocasiones se han ido decantando dos
grandes grupos que llevan años enfrentados por causa de dicha materia. Unos
porque consideran que ha llegado la hora de sacarla de la escuela, situándola
en las familias y lugares de culto, y otros porque comprueban que la actual
regulación sigue incumpliendo la normativa que rige la puesta en práctica de
dicha asignatura (Bachillerato).
La
presencia de la enseñanza religiosa en el marco escolar está íntimamente unida
tanto al derecho a la libertad religiosa como al pleno desarrollo de la
personalidad humana que debe procurar todo proceso educativo. Pues el ejercicio
de la libertad religiosa se ve seriamente afectado e impedido cuando se
excluyen de la Educación del alumno sus convicciones religiosas. Al Estado,
desde una concepción subsidiaria del mismo, no le corresponde imponer un
determinado modelo educativo para todos sino garantizar a las familias y a las
instituciones sociales un marco de libertad que les permita elegir el tipo de
Educación que desean para sus hijos. Nuestra Carta Magna recoge en su artículo
27.3 el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación
religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
Sin
embargo, desde distintos medios sociales se sigue cuestionando la presencia de
la enseñanza de la religión en la escuela. O bien se la identifica con la
catequesis para, a continuación, pedir que se imparta en la comunidad
parroquial, o bien sólo se la contempla desde una perspectiva aconfesional como
transmisión de unos conocimientos que han de ampliar la cultura del alumno,
pero sin que esto implique atender otras dimensiones de su formación personal.
Estamos hablando de una asignatura donde la racionalidad específica de la fe
cristiana dialoga con la cultura para así hacer posible una auténtica síntesis
entre ambas. Una asignatura que, a la vez que sitúa al alumno de forma lúcida
ante nuestra tradición cultural, ayuda a los alumnos creyentes a comprender
mejor el mensaje cristiano como respuesta a los interrogantes que la vida le
plantea, y a los que se encuentran en búsqueda o con dudas religiosas les
ofrece la oportunidad de comprobar la consistencia de la síntesis cristiana,
para así reflexionar mejor sobre la decisión a tomar en sus vidas.
La
enseñanza de la religión católica en la escuela es una exposición del valor y
significado universal de las realidades históricas que han surgido a partir de
la experiencia humano-divina de la revelación de Dios y de la redención del
hombre. Es teología, algo que presupone la fe y va mucho más allá de ella. No
es, por tanto, una cultura abstracta y universal desarraigada sino mostración
de valor, sentido, fecundidad y universalidad. Por el hecho de estar en la
escuela se le exige aportar sentido específico, método, lenguaje comunicable y
actuar con la racionalidad mínima que se exige a todo el que está presente en
la escuela. Pero dejando bien sentado que no hay una racionalidad hegemónica
que ordene a ciertas materias lo que es racional y científico (O. González de
Cardedal).
Son
varias las razones que se vienen aportando para justificar la presencia de la
enseñanza de la religión en la escuela, lo que no ha impedido que se siga
cuestionando desde algunos sectores dicha presencia. Una peculiar comprensión
de la aconfesionalidad del Estado, más próxima al laicismo excluyente que a una
“laicidad positiva”, la confina a los lugares de culto de los distintos credos
religiosos, arguyendo que las creencias religiosas del ciudadano individual
pertenecen al ámbito de lo estrictamente privado, y que su transmisión en forma
de enseñanza religiosa no debe confundirse con las enseñanzas ordinarias del
currículo. Detrás de esta opción se esconde una visión del ser humano reducido
a los límites del mundo, satisfecho en su inmanencia y afincado en la certeza
de que nada positivo puede obtener más allá de las fronteras del mundo. Otros, desde
el reconocimiento de la importancia que ha tenido y tiene la religión como
hecho cultural, que ayuda a entender mejor la historia de los pueblos y su
creación artística, no se oponen a que se estudie en la escuela el hecho
religioso, bien como materia propia (para lo cual se adoptaría la perspectiva
de las ciencias de las religiones), bien como conjunto de conocimientos
incluidos en otras asignaturas (historia, filosofía, literatura, historia del
arte). Para los que así se manifiestan, estaría plenamente justificado que una
enseñanza sobre el hecho religioso se ofrecieran a todos los alumnos, sin
distinción. Pero la transmisión de esta cultura religiosa en los centros
escolares no debería hacerse desde el punto de vista de una determinada
confesión religiosa, sino desde una perspectiva claramente “no confesional”.
Respecto
a los primeros, hay que decir, con Benedicto XVI, “que la sana laicidad implica
que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual,
que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar
organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha
de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a
cada confesión religiosa –con tal de que no esté en contraste con el orden
moral y no sea peligrosa para el orden público– se le garantice el libre
ejercicio de las actividades de culto –espirituales, culturales, educativas y
caritativas– de la comunidad de creyentes”.
Respecto
a los segundos, siendo cierto que se pueden y deben distinguir dos dimensiones
en la enseñanza de las religiones, una aconfesional (estudio racional del hecho
religioso) y otra confesional (desde la convicción creyente) no veo razones
para contraponerlas ni preferir la primera como más acorde con el carácter
crítico y racional de la escuela. Creo muy conveniente el estudio, con la ayuda
de las ciencias de las religiones, del complejo fenómeno religioso, pero no
entiendo por qué se le concede el estatus de asignatura de pleno derecho y se
cuestiona, sin embargo, la presencia curricular del estudio confesional de la
religión. Esta opinión participa de una comprensión del estudio de la Religión
como disciplina no confesional, cuyos contenidos y metodología se fijan desde
las instancias académicas pertinentes, contando para ello con el asesoramiento
de expertos en la materia y desde una clave interdisciplinar. Las ciencias de
las religiones se convierten así en una especie de instancia suprema con
capacidad de abordar de manera ilustrada y razonable la cuestión de la
religión. Pero, de esta forma, surge la pregunta de si no se pierde con este
planteamiento lo que constituye la originalidad de las religiones, a saber, el
ser una interpretación del mundo y de la vida que no se ajusta simplemente a
las normas de una razón ilustrada, sino que las sobrepasa y es capaz de ofrecer
así un potencial semántico y pragmático capaz de proporcionar orientaciones y
certidumbres acerca de la dignidad humana, la libertad, la justicia, la
solidaridad.
¿Por
qué no se va a poder ofrecer a todos los alumnos que lo manifiesten
voluntariamente una enseñanza de la religión católica en la escuela donde se
ponga de manifiesto que la transmisión de dicha oferta es capaz de suscitar
entendimiento y asentimiento? En el documento Orientaciones morales ante la
situación actual de España, los obispos apuntan una posible respuesta a esta
pregunta: “En no pocos ambientes resulta difícil manifestarse como cristiano:
parece que lo único correcto y a la altura de los tiempos es hacerlo como
agnóstico y partidario de un laicismo radical y excluyente. Algunos sectores
pretenden excluir a los católicos de la vida pública y acelerar la implantación
del laicismo y del relativismo moral como única mentalidad compatible con la democracia.
Tal parece ser la interpretación correcta de las dificultades crecientes para
incorporar el estudio libre de la religión católica en los currículos de la
escuela pública” (nº 18).
Es
cierto que la presencia de otros credos religiosos en nuestro país nos está
exigiendo una actitud de conocimiento de los otros para dialogar con ellos.
Diálogo que se ha de realizar sin merma de nuestra identidad cristiana, lo que
significa que la enseñanza de la religión católica en la escuela se ha de
ofrecer como una interpretación cristiana de la realidad con capacidad para
suscitar la libre acogida por parte del alumno. De ahí la importancia que
adquiere la formación permanente del profesor de Religión, pues la síntesis
entre la cultura y la fe, que debe procurar con su asignatura, ha de tener en
cuenta tanto la adquisición de los conocimientos necesarios para la comprensión
del contenido del mensaje cristiano, como la problemática de los alumnos y las
cuestiones que surgen del contexto sociocultural en el que viven.
Avelino
Revilla es delegado diocesano de Enseñanza (Madrid)
Fuente:
http://www.magisnet.com/noticia/18609/En-Abierto/pda/
No hay comentarios:
Publicar un comentario