Con este sacramento finalizo esta pequeña profundización primero sobre los sacramentos en general y luego sobre cada uno de ellos, dividiéndolos en tres grupos.
El sacramento del orden sacerdotal forma parte de los sacramentos de servicio. Con esta introducción iniciamos esta pequeña profundización.
1. El sacerdocio de Cristo y su vinculación con la historia sagrada.
De entre el pueblo de Israel, designado en Ex
19,6 como «reino de sacerdotes», la tribu de Leví fue escogida por Dios «para
el servicio de la Morada del Testimonio» (Nm 1,50); a su vez, de entre los
levitas se consagraban los sacerdotes de la antigua alianza con el rito de la
unción (cfr. Ex 29,1-7), al conferirles una función «en favor de los hombres en
lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb
5,1).
El sacerdocio levítico prefiguró de algún modo
en el pueblo elegido la plena realización del sacerdocio en Jesus, no ligado ni
a la genealogía, ni a los sacrificios del templo, ni a la Ley, sino sólo al
mismo Dios (cfr. Hb 6,17-20 y 7,1ss). Por eso, fue «proclamado por Dios Sumo
Sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10), quien «mediante una sola
oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» (Hb
10,14). En efecto, el Verbo de Dios encarnado, en cumplimiento de las profecías
mesiánicas, redime a todos los hombres con su muerte y resurrección, entregando
su propia vida en cumplimiento de su condición sacerdotal. Este sacerdocio, que
Jesús mismo presenta en términos de consagración y misión (cfr. Jn 10,14),
tiene, por tanto, valor universal: no existe «una acción salvífica de Dios
fuera de la única mediación de Cristo».
2. El sacerdocio en los apóstoles y en la
sucesión apostólica
En la última cena, Jesús manifiesta la voluntad
de hacer participar a sus apóstoles de su sacerdocio, expresado como
consagración y misión: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he
enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también
sean santificados en la verdad» (Jn 17,18-19). Cuando llama a los apóstoles constituyéndoles como colegio (cfr. Mc
3,13-19), cuando les instruye y los envía a predicar (cfr. Lc 9,1-6), cuando
les confiere el poder de perdonar los pecados (cfr. Jn 20,22-23), cuando les
confía la misión universal (cfr. Mt 28,18-20); hasta la especialísima ocasión
en que les ordena celebrar la Eucaristía: «haced esto en memoria mía» (1 Co
11,24). En la misión apostólica ellos «fueron confirmados plenamente el día de
Pentecostés».
Durante su vida, «no sólo tuvieron diversos
colaboradores en el ministerio, sino que a fin de que la misión a ellos
confiada se continuase después de su muerte, los apóstoles, a modo de
testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y
consolidar la obra por ellos comenzada (...) y les dieron la orden de que, a su
vez, otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio».
Es así como «los obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el
ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como
pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad».
2. Naturaleza y efectos del orden recibido
Mediante el sacramento del orden se confiere una
participación al sacerdocio de Cristo según la modalidad trasmitida por la
sucesión apostólica. El sacerdocio ministerial se distingue del sacerdocio
común de los fieles, proveniente del bautismo y de la confirmación; ambos «se
ordenan el uno para el otro», mas «su diferencia es esencial, no solo gradual».
Es propio y específico del sacerdocio ministerial ser «una representación
sacramental de Cristo Cabeza y Pastor», lo que permite ejercer la autoridad
de Cristo en la función pastoral de predicación y de gobierno, y obrar in
persona Cristo en el ejercicio del ministerio sacramental.
La "representación de Cristo" subsiste
siempre en el ministro, cuya alma ha sido sellada con el carácter sacramental,
impreso indeleblemente en el alma en la ordenación. El carácter es, pues, el
efecto principal del sacramento, y siendo realidad permanente hace que el orden
no pueda ser ni repetido, ni eliminado, ni conferido por un tiempo limitado.
«Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser
liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se
le puede impedir ejercerlas, pero no deja de ser sacerdote" (Catecismo, 1583).
2.3. Los grados del orden sagrado
El diaconado, el presbiterado y el episcopado
conservan entre sí una relación intrínseca, como grados de la única realidad
sacramental del orden sagrado, recibidos sucesivamente en modo inclusivo. A su
vez, ellos se distinguen según la realidad sacramental conferida y sus
correspondientes funciones en la Iglesia.
El episcopado es «la plenitud del sacramento del
orden». .
Son sucesores de los apóstoles, y miembros del colegio episcopal, al que se
incorporan inmediatamente en virtud de la ordenación, conservando la comunión
jerárquica con el Papa, cabeza del colegio, y con los demás miembros.
Principalmente a ellos corresponden las funciones de capitalidad, tanto en la
Iglesia universal como presidiendo las Iglesias locales, a las que rigen «como
vicarios y legados de Cristo», y lo hacen «con sus consejos, con sus
exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su
potestad sagrada. De entre los oficios episcopales «se destaca la
predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de la fe que
ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es decir,
herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido
encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida», y «cuando
enseñan en comunión por el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos
como los testigos de la verdad divina y católica. Finalmente, como
administradores de la gracia del supremo sacerdocio, ellos moderan con su
autoridad la distribución sana y fructuosa de los sacramentos: «ellos regulan
la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación
en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la
confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes, y los moderadores de la
disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a
que participe con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en la participación de la eucaristía.
El presbiterado. A los presbíteros
se les ha confiado la función ministerial «en grado subordinado, con el fin de
que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran cooperadores del orden
episcopal para el recto cumplimiento de la misión apostólica.. Concretamente, los presbíteros «tienen
como obligación principal anunciar a todos el Evangelio de Cristo, para
constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor:
"Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. Su
función está centrada «en el culto eucarístico o comunión, en el cual, in
persona Christi agentes, y proclamando su Misterio, juntan con el sacrificio de
su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cfr. 1 Co 11,26), representando
y aplicando en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor, el único
Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo
al Padre, como hostia inmaculada (cfr. Hb 9,14-28)»[19]. Ello va unido al
«ministerio de la reconciliación y del alivio», que ejercen «para con los
fieles arrepentidos o enfermos».
Los diáconos constituyen el grado inferior de la
jerarquía. A ellos se les imponen las manos «no en orden al sacerdocio, sino al
ministerio», que ejercen como una repraesentatio Christi Servi. Compete al
diaconado «la administración solemne del bautismo, el conservar y distribuir la
Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios,
llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles,
instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles,
administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios.
3. Ministro y sujeto
La administración del orden en sus tres grados
está reservada exclusivamente al obispo: en el Nuevo Testamento sólo los
apóstoles lo confieren, y, «dado que el sacramento del orden es el sacramento
del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de
los apóstoles, transmitir "el don espiritual" (LG 21), "la semilla
apostólica" (LG 20)» (Catecismo, 1576), conservada a lo largo de los
siglos en el ministerio ordenado.
Para la validez de la ordenación, en sus tres grados,
es necesario que el candidato sea varón y esté bautizado. Jesucristo, en
efecto, eligió como apóstoles solamente hombres, a pesar de que entre quienes
le seguían se encontraban también mujeres, que en varias ocasiones demostraron
una mayor fidelidad. Esta conducta del Señor es normativa para toda la vida de
la Iglesia y no puede considerarse circunstancial, pues ya los apóstoles se
sintieron vinculados a esta praxis e impusieron las manos solo a varones,
también cuando la Iglesia estaba difundida en regiones donde la presencia de
mujeres en el ministerio no hubiese suscitado perplejidad. Los padres de la
Iglesia siguieron fielmente esta norma concientes de tratarse de una tradición
vinculante, que fue adecuadamente recogida en decretos sinodales. La Iglesia,
en consecuencia, «no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la
ordenación sacerdotal.
Una ordenación legítima y plenamente fructuosa
requiere además, por parte del candidato, la vocación como realidad
sobrenatural, a la vez confirmada por la invitación de la autoridad competente a ser ordenado. Por otra parte, en la Iglesia latina rige la
ley del celibato eclesiástico para los tres grados; ella «no es exigida,
ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio, pero «tiene mucha
conformidad con el sacerdocio», pues con ella los clérigos participan en la
modalidad célibe asumida por Cristo para realizar su misión, «se unen a El más
fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al
servicio de Dios y de los hombres». Con la entrega plena de sus vidas a la
misión confiada, los ordenandos «evocan el misterioso matrimonio establecido
por Dios (...), por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único. Se
constituyen, además en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe
y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni
mujeres»[24]. No están obligados al celibato los diáconos permanentes ni los
diáconos y presbíteros de las Iglesias orientales. Finalmente, para ser
ordenados se requieren determinadas disposiciones internas y externas, la edad
y ciencia debidas, el cumplimiento de los requisitos previos a la ordenación y
la ausencia de impedimentos e irregularidades.
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